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Crítica:40º FESTIVAL DE JAZZ DE SAN SEBASTIÁN
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El León rugió dos veces

La última jornada del 40º Festival de Jazz de San Sebastián era la jornada de Van Morrison. A pesar del apretado programa de despedida, nadie podía discutírselo y nadie se lo discutió. Amparado en esa hegemonía, el León de Belfast no sólo rugió a placer, sino que rugió por partida doble. Dos conciertos en el auditorio del Kursaal, ambos abarrotados e igualmente apasionantes.

Ya de madrugada, cuando el festival había vuelto a convertir la playa de la Zurriola en una desquiciada pista de baile, el nombre que estaba todavía en todas las bocas era el de Van Morrison. Y eso que tanto Bebo Valdés como Gilberto Gil se habían empeñado en ensombrecer su recuerdo con sendos conciertos de gran calado.

Van Morrison puso a temblar a todo el mundo con dos conciertos de esos que entran en la mitología

Las dos actuaciones de Van Morrison fueron el broche de oro a la celebración de los 40 primeros años del Jazzaldia donostiarra. Una edición que no sólo pasará a la historia por ese dato de longevidad nada desdeñable, sino que será recordada como una de las mejores y, sin duda, la más concurrida hasta la fecha. Más de 100.000 espectadores, exactamente 106.200, según los datos facilitados por la organización, han pasado durante estos seis días por los múltiples escenarios, tanto de pago como gratuitos. Ese dato también debe ser recordado como muy interesante: 47 conciertos gratuitos, es decir, más de la mitad del festival, y no precisamente conciertos de segunda, ya que entre los regalos del certamen se encontraban Maceo Parker, Wild Magnolias, Trio Exklusiv, Djavan, Eric Burdon, Nylon, Marlango, Haydée, Tony Joe White o la Porteña Jazz Band. Un ejemplo a seguir.

La última jornada comenzó a la hora del café con los primeros rugidos de Van Morrison en el Kursaal. Las entradas para el primer concierto anunciado a media tarde se habían agotado con tanta celeridad que la organización consiguió arrancarle otra actuación a una hora tan poco usual en un festival como las 16.30. También se acabaron las localidades en cosa de horas, así que Morrison regresaba a San Sebastián con todo ganado de antemano. Teniendo eso en cuenta y conociendo el habitual mal humor del irlandés, podía imaginarse que dos actuaciones tan seguidas iban a ser como dos medios conciertos servidos con profesionalidad para salir del paso. No fue así, en absoluto. El León rugió dos veces y puso a temblar a todo el mundo con dos conciertos diferentes de esos que entran directamente en la mitología de cualquier seguidor.

Los que llegaron al Kursaal todavía con la comida en el estómago fueron recompensados y tuvieron la suerte de gozar de Moondance y de un Gloria de despedida. Los de la tarde no tuvieron ni Moondance ni Gloria, pero vieron sorprendidos cómo Morrison regresaba al escenario y ofrecía un poco habitual bis, nada menos que Brown eyed girl. La leyenda dice que Van Morrison nunca hace dos conciertos iguales, y así fue en San Sebastián.

Van Morrison, con traje oscuro, sin corbata y con un veraniego sombrero blanco de ala ancha calado hasta las gafas, apareció ya de entrada, y como para marcar diferencias, saxo en mano. En un concierto preñado de un danzante rhythm and blues con incursiones al blues más ortodoxo y toques de calipso, boogie y doo wop, Morrison sopló mucho en su saxo alto; sólo lo dejó en el armazón para rascar ocasionalmente la guitarra o tocar la armónica en un tema. El resto del tiempo fue alternando su voz cavernosa y penetrante, cada vez más cavernosa y penetrante y cada vez más convincente, bella, con solos de saxo que sin ser nada del otro mundo encajaban a la perfección en la sonoridad apabullante de su banda.

Aparecieron temas clásicos como The way young lovers do o Domino, pero hábilmente camuflados bajo una nueva vestimenta rítmica mucho mas swingante. El ritmo fue el secreto del concierto. Ritmo a manos llenas para dejar a todo el mundo contento, y muy contento.

Por la noche, la Trini estaba otra vez abarrotada. Unas 3.500 personas se apretujaban en el pequeño espacio urbano para oír primero a Bebo Valdés y después a Gilberto Gil. Valdés es muy querido en esta ciudad y se notó ya de entrada el cariño que el público le profesaba. El octogenario pianista recompensó el cariño con ese toque sobrio, elegante y minimalista al que le ha llevado la edad sobre un puñado de estándares de la música cubana de todos los tiempos mezclados con algunas de sus debilidades (a la postre, las de muchos aficionados al jazz) como Bill Evans o George Gershwin. De El Manisero a Lágrimas negras, el concierto discurrió sin sobresaltos. Tal vez demasiado plano, pero eso era lo que el público esperaba.

Para sobresaltos ya se bastó el señor ministro de Cultura brasileño, que llenó la plaza de la Trinidad de una música expansiva e infecciosa. Gilberto Gil invocó tanto a los Beatles como a Bob Marley o Caetano Veloso, recuperó lagunas de sus más sonadas composiciones (Soy loco por ti América, Guerra santa o Dräo) y recurrió a todos los temas de su último disco, Electroacústico, que ya es como un grandes éxitos con el sosiego y la paz interior que sólo dan los años de profesión. Gil redondeó una actuación caliente, brillante y contagiosa, cargada de buenas vibraciones.

Van Morrison, en su actuación en el Kursaal.
Van Morrison, en su actuación en el Kursaal.JESÚS URIARTE
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