Guadalajara, Abisinia
Nos dicen los expertos que tendremos que esperar por lo menos un siglo hasta que el monte de Guadalajara vuelva a ser lo que era antes de la fatídica barbacoa de julio de 2005. Eso con suerte. Porque nadie nos puede asegurar que no vuelva a quemarse o ser quemado, aunque precinten indefinidamente todas las barbacoas o identifiquen a sus usuarios marcándoles a fuego. El penúltimo incendio en este viejo país ineficiente y altamente inflamable del que habló Gil de Biedma, además de arrasar miles de hectáreas y llevarse por delante once vidas, ha puesto en evidencia las miserias de la vida política española. El dominguero de la barbacoa, frente a los incendiarios con acta de diputado que nos administran, es un tipo discreto.
Hace un par de veranos un hombre acuchilló a otro discutiendo por una barbacoa. Las discusiones y peleas por culpa de las dichosas barbacoas son moneda corriente. Pero los ciudadanos que entretienen su ocio socarrando chuletas de cordero bajo el sol matacabras del verano resultan, por lo común, más educados que nuestras señorías. La sobreexcitación, la agresividad y la violencia torpemente camuflada de la clase política han alcanzado cotas preocupantes. Las emboscadas y las trapacerías ya no son de recibo. Se diría que, más que apagar el monte, lo que les interesa a unos y a otros es encender los ánimos de la ciudadanía. Alguien alguna vez tendrá que detener esta trifulca o relevar democráticamente a estos políticos de barbacoa (no sólo de un partido, desde luego, ni de dos ni de tres). Porque el Congreso de los Diputados -se lo pueden decir a Marín, cada día más solo y desolado- se ha convertido en una barbacoa donde las chuletillas de cordero son los votos calientes de la ira popular. Es la batalla de Guadalajara. Algo más que un incendio, de la misma manera que el Prestige fue algo más que un petrolero roto. Aquel capitán griego, el famoso Mangouras, era el paisano de la barbacoa, el chivo expiatorio que no puede faltar en la tragedia.
No es el incendio de Guadalajara; es la batalla de Guadalajara. Pero Guadalajara, ¿lo recuerdan?, no es Abisinia. La batalla real (algo más que un incendio) tuvo lugar en marzo de 1937. La ofensiva italiana, lanzada en un intento por conquistar Madrid, fracasó de manera estrepitosa, con los fascistas de la faccetta nera corriendo como liebres. Quedó de todo aquello una vieja canción que no sólo cantaban los republicanos, sino incluso las tropas franquistas. Guadalajara no era Abisinia. Quizás ahora lo sea, no lo sé, no lo creo, no lo quiero creer. Todos tienen el rabo de paja en este incendio al que -los populares y los socialistas convertidos en bandos contendientes- han convertido en guerra. ¿Quién saldrá victorioso y quién saldrá corriendo del campo de batalla? Poco importa. Lo preocupante es asistir al penoso espectáculo que incendia la política española y a la reavivación del viejo fuego de las dos Españas.
Guadalajara no es Abisinia, pero aquel populismo fascista que cultivó Benito Mussolini amenaza con adueñarse, estilísticamente, de nuestra democracia. Si hay un incendio, es necesario enviar al menos a una vicepresidenta del Gobierno a que chamusque su traje de Dior con las brasas de un pino resinero. Si lo que padecemos es marea negra, alguien tendrá que hundirse hasta las corvas en el chapapote, santiguarse y tragarse, una ración completa de chapapote. La prevención es un asunto aparte y tan poco vistoso que a menudo se arrincona o congela. Así estaban los montes y así la dotación de los retenes contra incendios hasta el día de autos y después de unos cuantos gobiernos de distintos colores.
Todos los fuegos al fuego: es lo que se diría que se dicen nuestros políticos cuando hay una catástrofe como la de Guadalajara. Siempre Abisinia en el punto de mira, el paseo militar, la cosecha de votos. Sólo hace falta hacer el suficiente ruido y un poco de teatro. El caso es conseguir que el personal se indigne contra nuestro adversario y nos vote a nosotros. Luego, para calmarle y que nos deje en paz durante un tiempo, se puede contratar el carnaval portátil de Carlinhos Brown por muy poco dinero, menos de lo que cuesta un hidroavión o un camión de bomberos.
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