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Columna
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¿Qué hacer con Europa?

El no en los referendos francés y holandés al proyecto de la Constitución europea ha supuesto una seria perturbación para el proceso de institucionalización de la Europa de los Estados en la perspectiva de la consolidación de la Unión Europea. Sin embargo, el descarrilamiento del actual proyecto constitucional no ha significado ni el descalabro definitivo de la construcción europea ni la hecatombe general que se nos predecía. Es más, este aparentemente grave tropiezo político puede tener efectos positivos. En primer lugar, el haber dado visibilidad a la casi desaparecida problemática europea y en un país tan determinante como Francia el haberla situado en el cogollo de la atención política. Durante ese periodo los temas europeos han dejado de ser el chivo expiatorio -la culpa la tiene siempre Bruselas- y han instalado la reflexión sobre el papel de Francia en Europa y de Europa en el mundo. Es más, gracias al debate referendario se ha interrumpido el creciente desinterés de los franceses por la política, del que los cerca de 800 libros publicados sobre este tema son la prueba más patente. Esta elección ha confirmado la ruptura entre vida institucional y ciudadanía, tendencia cada vez más manifiesta en las democracias occidentales, por cuanto la participación ha sido notable -casi un 70%-, y que un holgado no se ha impuesto a la casi unanimidad del que pedían los grandes partidos y el grueso de la estructura institucional, incluidos la práctica totalidad de los medios de comunicación -prensa, radio y televisión-. Esta reemergencia del votante europeo es un dato muy esperanzador.

Y ahora, ¿qué cabe hacer con Europa? Antes que nada, insistir en la imperativa necesidad de la Europa política como marco insustituible para el progreso de sus países y también, y quizá sobre todo, para la paz y la estabilidad del mundo. Hoy la voluntad americana de lograr una supremacía militar absoluta es más agresiva que nunca, aunque paradójicamente la guerra de Irak tiende a ocultarla. El relanzamiento de la militarización del espacio, la promoción de las armas nucleares y la adopción de la estrategia del golpe global -global strike- aspiran a disponer de una estructura capaz de destruir los centros de mando y las bases de misiles en cualquier lugar del mundo. Para ello se pretende dejar vía libre a toda intervención militar: repudio del Convenio para el control de Armas Biológicas, rechazo del programa de limitación de armas ligeras, oposición al tratado relativo a los misiles antibalísticos (ABM), etc. Ahora bien, Europa no puede intentar neutralizar este impresionante aparataje bélico sin existir políticamente, lo que no cabe sin la refundación democrática de la Unión Europea para la que el proyecto de Constitución representa una oportunidad. Ahora bien, la ausencia de voluntad política de los Estados obliga a confiar el protagonismo a los actores del movimiento social y a las organizaciones tipo ATTAC, que está ya comprometida en esa tarea y que ha elaborado un importante programa de acciones (www. Attacmadrid.org). Dos son las opciones que se plantean: apuntar desde un principio a una renegociación del Tratado que suponga una transformación en profundidad de la Unión Europea o prever una secuencia larga de intervenciones que acaben conduciendo al propósito buscado. Para esta segunda opción, evidentemente mucho más practicable, hay que empezar por los objetivos que encuentren menos resistencias en los Estados, construyendo un esquema de variables múltiples. Por ejemplo, existe una aceptación bastante general para reducir el corpus constitucional europeo a lo que hoy son las dos primeras partes, que además son las fundacionales. Igual sucede con el aumento de los fondos estructurales, que eviten que los nuevos países tengan que recurrir al dumping social y fiscal; con el establecimiento de una política del empleo eficaz reconsiderando el pacto de estabilidad; con un adecuado control del Banco Central Europeo por parte del Eurogrupo; con la supresión total de los paraísos fiscales situados en la Unión Europea y con la efectividad del 0,7% del PIB para la ayuda al desarrollo tantas veces anunciado. Estos pasos podrían ser un buen comienzo de la Europa política, social y ecológica a que aspiramos.

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