Aira es una biblioteca
Para entender la prolífica labor literaria del escritor argentino César Aira y, sobre todo, para entender su versatilidad, tal vez no vendría mal recordar uno de los últimos libros suyos que se publicaron en nuestro país. Me refiero a Cumpleaños. En ese texto, su autor no hacía ninguna exhibición biográfica, contra lo que a primera vista pudiera parecer. Ese acto de interiorización que suponía reflexionar sobre su vida al cumplir los 50 años enseñaba sustancialmente la detección de ciertas limitaciones del propio Aira respecto al conocimiento y respecto a esa sensación de impotencia que se apodera de quien ve que los años pasan y descubre que la experiencia no le ha servido para escribir su obra capital. Y el tiempo que le queda apenas le sirve para seguir escribiendo y no esperar nada excepcional. Cumplir 50 años, vendría a decir, es comprobar con inteligente tristeza que se tuvo la oportunidad a los 20 años de ser ese fulgurante Rimbaud a que todos aspiran. César Aira sabe que los mejores libros probablemente sean los que nunca escribiremos, de la misma manera que los verdaderos paraísos, que diría Borges, son los perdidos. Por ello escribe y publica tanto. Tantea registros y géneros. Rastrea biografías o formas líricas escondidas en el desuso. Aira es ese tipo de novelista que Argentina sabe producir con generosidad y cíclica puntualidad: el hombre de letras y el autor de ficciones. Hombre de letras en su sentido más amplio: alguien culto que no utiliza lo que sabe o indaga para fosilizarlo sino para fundar serias y fructíferas dudas. Si se leyera Cómo me hice una monja o La mendiga, tendríamos una idea muy ajustada de lo que significa dinamitar la vieja literatura con un elegante criterio del humor y un desconcertante código para destripar la realidad.
Un episodio en la vida del
pintor viajero es el relato de un momento de la vida del pintor alemán Johan Moritz Rugendas (1802-1858), un pintor del siglo XIX al que nadie niega su condición de pionero de la pintura chilena, argentina y mexicana. Rugendas, al que Alexander von Humboldt aconseja y guía, viaja a Argentina y se traslada a la provincia de Mendoza. Intenta atravesar la pampa hasta llegar a Buenos Aires, pero un rayo se cruza en su camino y le desfigura el rostro. De Rugendas el lector tiene cumplida bibliografía en cualquier biblioteca que se precie, pero una cosa es la biografía y otra muy distinta la historia que César Aira urde en torno a su figura. A Aira no le gusta la novela histórica, pero la utiliza siempre y cuando se preste a relativizarla con datos insólitos y un trabajo de ficcionalización verosímil. Procede igual en Liebre. Aira no conoce a Rugendas. Se le atraviesa durante la escritura de un texto para un libro de fotos sobre las estancias argentinas. Allí el azar le pone el nombre del extraño pintor. Y no deja pasar la oportunidad de tejer una historia casi surrealista en plena pampa, con ataques de indios incluidos, con reflexiones sobre la belleza o la monstruosidad, sobre el arte del paisajismo, sobre el arte de captar el instante irrepetible. Importa menos en este bello libro la dimensión histórica que su textura poética. Tal vez sea también una suave parodia del viajero en busca de exotismos, pero el paisaje argentino, su luz y sus peligros, es una responsabilidad lírica de César Aira.
En estos mismos días llegan a las librerías dos nuevos libros de Aira: Yo era una niña de siete años (Interzona, 2005, Buenos Aires) y Edward Lear (Beatriz Viterbo, editora, 2004, Buenos Aires). Están ambos libros en la misma línea de luminosa dispersión que caracteriza al autor argentino. El primero es una parodia de cuento de hadas. Pero en el fondo es un tratadito moral sobre el poder. El finísimo humor que lo sostiene es de los que hacen escuela. El segundo es un estudio de los limerick. Quien haya leído Gramática de la fantasía, de Ganni Rodari, sabrá de las funciones didácticas de estas piezas breves en verso. César Aira las aparta de este cometido y las convierte en una reflexión sobre la traducción. El libro aporta varios limerick, pero desgraciadamente no los dibujos con que el paisajista y dibujante de pájaros inglés Edward Lear ilustraba las colecciones de limerick que tanta popularidad le otorgaron en vida.
Leer a César Aira, como nos sucede con Piglia, con Fogwill, con Alan Pauls, con Marcelo Cohen, con el recientemente fallecido Juan José Saer, salvando todas sus especificidades, es acceder a un nuevo capítulo de la narrativa argentina, pero también de la ficción y el ensayo en castellano en general. César Aira construye un mundo. Sus estrategias son el simulacro, el señuelo y una deslumbrante opacidad para desacreditar una interpretación a la ligera. La realidad está ahí. Indescifrable, desafiante y penosa. Él mismo ya nos lo dijo en algún sitio. Lo increíble pasa en las novelas, pero las novelas pasan en la realidad.
César Aira. Un episodio en la vida del pintor viajero. Mondadori. Barcelona, 2005. 108 páginas. 16,50 euros. Yo era una niña de siete años. Interzona. Buenos Aires, 2005. 128 páginas. 11,50 euros. Edward Lear. Beatriz Viterbo. Buenos Aires, 2005. 192 páginas. 15 euros.
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