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Reportaje:EL INCENDIO FORESTAL MÁS TRÁGICO EN 20 AÑOS

Una trampa de humo y fuego en el Rincón del Jaral

Expertos forestales, amigos de las víctimas y vecinos de la zona del siniestro visitan el punto donde los 11 miembros del retén perdieron la vida al quedar atrapados en el incendio

Patricia Ortega Dolz

Aquella tarde del domingo, el ingeniero Pedro Almansilla y su equipo venían de realizar las labores cotidianas de limpieza de monte en esta comarca de los pinares del ducado de Medinaceli, que congrega a 18 pueblos. No les había dado tiempo a comer cuando les llamaron de urgencia para que fuesen a extinguir el incendio que en esos momentos acosaba los pueblos de Santa María del Espino, Ciruelos del Pinar y Riba de Saelices, el lugar en el que empezó todo. Se equiparon y llegaron, pasado el mediodía, a la plaza de Santa María, donde los vecinos estaban revolucionados porque el fuego avanzaba rápidamente hacia el pueblo. Debía estar a dos o tres kilómetros entonces.

El propio Pedro habló con Óscar Galán, el alcalde de Santa María, para conocer la situación. Y Óscar, que hoy aún lo lamenta, le explicó que avanzaba hacia el alto del Rincón del Jaral, a escasos kilómetros del pueblo. Es una hondonada entre dos colinas (el alto del Rincón y el de Vigorra) plagada de jaras y salpicada de pinos. Hoy es un inmenso desierto de carbón, todavía caliente, con cinco vehículos calcinados en distintos sitios.

"Ellos sabían bien lo que hacían", explica un compañero de retén de los fallecidos
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"El incendio avanzaba desde el noroeste hacía el este a toda velocidad. Les dijimos que la cosa estaba muy mala y que mejor no avanzaran hasta el alto de Vigorra porque a lo mejor no podían dar la vuelta", dice Santi, uno de los vecinos de Santa María que estaba en el lugar cuando llegó el retén.

Pero quizá a Pedro, veterano ingeniero forestal con 35 años de experiencia, amante a ultranza de la naturaleza -"era de los que se abrazaba a los árboles, literalmente"-, le pudo más el corazón que la cabeza. Y cruzó la senda, de aproximadamente un kilómetro, que separa una colina de otra.

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"Es un sitio seguro para atacar. Es un alto. Y el fuego siempre que sube lo hace con fuerza pero pierde mucha en la bajada y es más controlable. Ellos sabían bien lo que hacían", explica uno de sus compañeros de retén que prefiere no dar su nombre y que trabajó con todos ellos durante cuatro años antes de convertirse en bombero. "La única explicación que tiene esto es que la velocidad del fuego les sorprendiera. Un incendio normal avanza en vertical pero, fíjate en los árboles, la parte quemada marca una línea oblicua perfecta con el suelo. El fuego iba de abajo arriba en ese sentido, o sea, muy rápido y por abajo", detalla.

En el alto de Vigorra, la segunda loma, están todavía los dos camiones autobomba. El nodriza, con unos 9.000 litros de agua, en el punto más alto. La cabina está calcinada, pero la parte trasera está intacta. Las mangueras desplegadas: estaban trabajando. En ese vehículo iban supuestamente dos personas, el conductor y la única mujer, que llevaba poco tiempo en el retén.

En un pequeño barranco estaba el otro autobomba (3.500 litros). Supuestamente, y según vecinos conocedores del lugar, fue ahí donde pudo producirse un efecto chimenea. "Es decir, el lugar por el que el humo, que venía encajonado en el barranco y que siempre tiende a ir hacia arriba, encontró la salida. En cinco minutos estaba todo negro", cuenta Lorenzo Ruiz, de 56 años y vecino de Santa María del Espino. "Los vi bajar y ya no les volví a ver. Lo siguiente fueron cuatro explosiones y huir. Aquello era incontrolable", dice.

En el camión embarrancado estaba el único superviviente, Jesús Abad. Quizá el barranco le salvó la vida. El camión cayó de forma que dejó un hueco entre el asiento del conductor y el suelo en el que podía haber oxígeno si el humo iba hacia arriba. Y la tapa de la autobomba se rompió y vertió el agua. Cuando pudo, salió.

En la hondonada, están los dos todoterreno. El primero es el de Pedro, que como ingeniero debe ir delante para estudiar el terreno y tomar las decisiones. Se han derretido hasta los cristales. En el segundo, Alberto Cemillán, guarda forestal, con otras dos personas. "Una de dos, o dejaron los vehículos en posición de salida como corresponde. O estaban tratando de escapar por el camino de vuelta", explica su antiguo compañero. En el suelo, aún pueden verse las huellas de los cuerpos. Las hebillas, los botones, la boquillas de las cantimploras, un reloj... allí, donde cayeron impotentes.

El último vehículo, en el que debían ir otras cinco personas, se salió de la senda y se estrelló contra una pared de piedras. Y allí sigue calcinado. Sus huellas van en el sentido que llevaba el fuego, como huyendo de él. "Tuvieron que ver que los coches de Pedro y de Alberto eran pasto de las llamas y buscaron una vía alternativa huyendo del fuego. Y el humo les encerró", dice Lorenzo.

Lo único claro es que el Rincón del Jaral se convirtió en una trampa mortal. Esa inofensiva hondonada plagada de jaras con una senda que une los dos altos se alió con el fuego y éste, a su vez, con el fuerte viento que soplaba aquella tarde. El viento fue el factor determinante en esta tragedia, según los expertos. Acabó con todo en minutos. Visto y no visto. Del Rincón del Jaral, pese a lo duras que son las jaras, no ha quedado nada. Ni sus raíces.

Los dos todoterrenos en los que viajaban parte de las víctimas. En primer plano, el ocupado por el jefe del retén.
Los dos todoterrenos en los que viajaban parte de las víctimas. En primer plano, el ocupado por el jefe del retén.ULY MARTÍN

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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