La ética del turismo
El fenómeno del turismo se ha convertido en metáfora de las complejidades y contradicciones de las sociedades contemporáneas: la pugna entre lo global y lo localizado, el consumo y la sostenibilidad, la homogeneización y la memoria viva, el monocultivo de los servicios o la profunda transformación productiva. Cuanto más atractivos son los lugares, más turismo atraen y más se cae en el peligro del agotamiento y la desaparición de estas cualidades.
Podemos considerar que el turismo se constituye dialécticamente como un sistema de actividades que se superpone a las estructuras existentes: puede empobrecer y destruir los sistemas naturales, sociales y urbanos existentes, pero también su energía puede ser tomada de manera positiva como oportunidad para rehacer y enriquecer tejidos sociales, patrimoniales y paisajísticos que no tienen suficientes medios propios para conseguirlo.
El turismo puede empobrecer y destruir, pero su energía puede rehacer y enriquecer tejidos sociales, patrimoniales y paisajísticos sin medios propios para conseguirlo
El fenómeno del turismo, con todas las complejidades que fueron analizadas en el encuentro sobre Nuevas Políticas para el Turismo Cultural realizado en La Pedrera el pasado mes de mayo, es uno de los exponentes de la necesidad de replantear las cuestiones éticas en este mundo posmoderno de la globalización y del nuevo estado de hegemonía, guerra y exclusión generado por el Imperio norteamericano.
Una de las mayores dificultades radica en que el turismo, como el capitalismo, no tiene ética. Tiene derecho a viajar el que posee recursos y es penalizado el emigrante que necesita trabajo. La relación entre el visitante y el visitado se basa en una concepción del otro que es antiética: los habitantes y el lugar son consumidos como producto y mercancía. El turista que puede alquilar pisos por días acaba expulsando a los antiguos habitantes de los barrios históricos.
Y la ciudad de Barcelona, al igual que la costa mediterránea, está sufriendo este proceso sin quererlo reconocer y debatir a fondo. España es el segundo destino turístico mundial (en número de visitantes, detrás de Francia, y en ingresos detrás, de Estados Unidos), y ha ganado cuota de mercado en Europa en los últimos 10 años. Cataluña es la comunidad que recibe más turistas, por delante de Canarias y Andalucía, y Barcelona capta la mitad del turismo extranjero que viene a Cataluña. Por tanto, ya sea por su cultura y su arquitectura, o por sus playas y su cerveza barata, Barcelona es motor del crecimiento turístico y destino emergente, y esto tiene un precio: que primen los hábitos del que puede pagar. El turismo de masas exige a cada ciudad que se tematice, que ofrezca un entorno acotado y comprensible, con recorridos claros por espacios urbanos y por monumentos que puedan ser visitados de manera rápida y segura. Los argumentos de cada ciudad se van simplificando dentro de una sociedad global que pretende la infantilización total, una disneyficación del mundo que nivela por lo bajo.
La que fue una ciudad comercial e industrial, aunque vaya borrando su historia fabril, tampoco quiere ahora reconocer que su principal fuente de ingresos es el turismo. Se es demasiado orgulloso para ello y para plantear a fondo qué implica esto: cuáles son la capacidad de carga y acogida límites. El ejemplo de la Sagrada Familia es emblemático de esta situación extraña. El monumento más visitado de toda España, el templo que proyectó Antoni Gaudí, es despreciado por la mayoría de los barceloneses porque lo consideran símbolo del mal gusto. He aquí la metáfora del efecto turismo en Barcelona: algo que está ahí pero que preferimos no mirar a la cara.
Para afrontar este fenómeno, lo primero es reconocerlo. Y para conseguir que los centros históricos no sean engullidos por el sistema turístico y sus habitantes paulatinamente expulsados, la alternativa radica en que las administraciones y los operadores turísticos, a través de cuotas, impuestos o tasas, inviertan en la calidad de vida de los lugares que explotan y agotan: potenciando políticas de vivienda social; revisando continuamente el plan de usos y el equilibrio de los comercios, para evitar que las tiendas de alimentación sean sustituidas por bares y tiendas de moda y de souvenirs; manteniendo la calidad de un espacio público que sufre un gran desgaste; y realizando equipamientos específicos para la vida cotidiana (guarderías, bibliotecas, escuelas para adultos) que complementen los equipamientos genéricos (museos, instituciones) que ya poseen estos barrios.
Si esto no se afronta los efectos son evidentes: una ciudad sobreexcitada, arrasada por el turismo de borrachera y de despedida de soltero, con unas playas sucias como muestra del incivismo de locales y visitantes. Lo peor es que esta falta de ética del turismo, el hecho de que el visitante imponga sus costumbres, lleva a la privatización de los espacios públicos, a una primacía del consumo que ha permitido aberraciones como que la rampa de acceso público al Centro de Arte Santa Mónica, un auténtico mirador hacia La Rambla que proyectaron los arquitectos Viaplana y Piñón, se haya convertido en la terraza de un café-restaurante. Ante estas deformaciones urge plantear unas normas empíricas que influyan en las costumbres de los movimientos turísticos de la sociedad posmoderna. Para poder garantizar el "derecho a la ciudad", ahora un derecho que comparten ciudadanos-habitantes y ciudadanos-turistas, se deben establecer unas nuevas obligaciones para que se respete el lugar que se visita, para que sea disfrutado por todos sin que se vaya degradando. Para que el planeta se salve y no se vayan aniquilando las gallinas de los huevos de oro sería deseable la redacción de cartas de deberes y derechos. Y es imprescindible la creación y aplicación de tasas turísticas; todo ello dentro de la propia lógica de un mercado al que le urgen otros valores para administrar sus bienes colectivos.
Josep Maria Montaner es arquitecto.
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