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Crítica:CINE DE ORO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

'Doce del patíbulo'

EL PAÍS presenta mañana, por 8,95 euros, la gran película bélica de Robert Aldrich

Jesús Mota

En no pocos aspectos, Doce del patíbulo (The dirty dozen), 1968, conformó un patrón del cine bélico ampliamente explotado por los guionistas durante décadas posteriores. La peripecia de un grupo de guerreros reclutados precipitadamente para ejecutar una misión suicida, sometidos a un entrenamiento intensivo y contrarreloj, no era en sí mismo un argumento nuevo. Pero el guionista Lukas Heller y el director Robert Aldrich aportaron varias características originales que convirtieron la película en un éxito de taquilla inmediato y en un esquema de referencia para los amantes del cine bélico. Para empezar, Doce del patíbulo exhibe una estructura narrativa férrea, nítida, dividida en dos partes canónicas. En la primera, se narra la elección y entrenamiento de 12 reos de asesinato y psicópatas evidentes, condenados -no todos a muerte, como parece sugerir el título en castellano- por la autoridad militar, a quienes se les encomienda una incursión tras las líneas alemanas con el objetivo de matar a los oficiales enemigos reunidos en un castillo centroeuropeo durante el fin de semana. En la segunda parte se detalla la operación bélica, extremadamente tensa y violenta, que concluye con la proyectada matanza de oficiales de la Wehrmacht y la muerte de casi todos los componentes del comando de psicópatas (la sucia docena del título original). Ambas partes exhiben un tono bien distinto. En la primera, Aldrich y Heller despliegan un grueso sarcasmo contra la institución militar, aunque, como es lógico, mantienen la referencia en la figura del militar honrado y capaz -el mayor Reisman, entrenador de la sucia docena, interpretado por un Lee Marvin casi tan duro como en The Killers, de Don Siegel-, siguiendo la vieja táctica ideológica de Hollywood de ofrecer personajes para todas las identificaciones morales posibles; en la segunda, aparece la guerra, sin concesiones ni divagaciones.

Doce del patíbulo aporta además la imagen crispada del crimen individual, encarnada en las figuras de los condenados, proyectada malévolamente sobre el escenario del homicidio institucionalizado de la guerra. Este bucle argumental hubiera permitido desarrollar venenosas reflexiones sobre la moralidad divergente según la matanza responda a pulsiones incontroladas u organizadas; la agresión condenada frente a la enaltecida. Pero Aldrich no era un director diestro en las disquisiciones. Se movía mejor en el terreno de la violencia compulsiva, el enfrentamiento grueso y la sátira directa. Los críticos le reprocharon siempre su irresistible afición al grand gignol, una debilidad intelectual que los espectadores le agradecieron. A pesar de que hoy es un director olvidado, Aldrich era un director brillante que gozaba de gran consideración en la industria cinematográfica. Se inició como ayudante de dirección y aprendió de reputados directores (Jean Renoir, Lewis Milestone, William Wellman o Joseph Losey). En su larga carrera artística cuenta con una joya del cine negro (Kiss me deadly, 1955, que en España se llamó El beso mortal), dos westerns rompedores (Apache y Veracruz), un gran éxito de taquilla que sentó escuela (¿Qué fue de Baby Jane?) y, ya al final de su trayectoria, dos filmes notables por su precisión narrativa: La banda de los Grissom y La venganza de Ulzana. Por cierto, no era la primera vez que Aldrich abordaba el cine de guerra. En 1956 sorprendió a la parroquia con Attack!, una película descaradamente antimilitarista, solemne y huérfana de matices, pero muy eficaz para describir con trazos muy gruesos el sinsentido de los conflictos armados.

Lo que en tiempos en los que todavía vivían John Ford, Alfred Hitchcock o Fritz Lang parecían limitaciones, hoy, con el mercado cinematográfico instalado en la mediocridad, refulgen como auténticas virtudes. Doce del patíbulo no rebasa, ni lo pretende, algunas convenciones del cine de guerra. Por ejemplo, la disciplina como terapia beneficiosa para las peores desviaciones sociales; o los contrastes entre psicópatas recalcitrantes (como el del personaje que interpreta Telly Savalas) frente a los que aceptan transitar por la senda de la cooperación grupal, aunque sea a regañadientes (caso de John Cassavetes); o la recurrente distinción entre militares buenos (el propio Lee Marvin o Ernest Borgnine) y antipáticos (Robert Ryan). El punto de partida de la película y su vitriolo primario quedan exactamente reflejados en el cortante diálogo que mantienen el mayor Reisman y Viktor Franko (John Cassavetes).

-Reisman: Kill every oficcer in sight (Maten a cualquier oficial que vean).

-Franko: Ours or theirs? (¿Suyos o nuestros?).

Aldrich (apoyado por su guionista Heller) tenía pulso sobrado como para dar lustre a las exigencias comerciales y transformarlas en apuntes sarcásticos como el anterior. Con excelente pulso conduce las diversas líneas narrativas -el entrenamiento y concienciación de los condenados, las tensiones internas en el grupo, el enfrentamiento de Reisman con sus superiores, las rebeliones de los psicópatas y los contraataques de la autoridad, las pruebas militares aceptadas y superadas- hasta convertir la mecánica paramilitar en una obsesión profesional. El director culmina la crónica de esa obsesión en el final de la primera mitad con una censura de gran inventiva visual. En la cena de despedida, el día antes de partir para ejecutar la misión suicida, Reisman y sus condenados memorizan las distintas etapas del plan en pareados sencillos y pegadizos; la pantalla funde en negro, mientras se mantienen las voces de las metódicas nemotecnias versificadas, y cuando de nuevo se abre la imagen aparecen ya en el transporte aéreo que los traslada tras las líneas enemigas repitiendo machaconamente las instrucciones pareadas. Una imagen muy eficaz para transmitir al espectador el carácter obsesivo de la misión militar que en la mente del grupo ha sustituido las obsesiones criminales de cada uno de sus componentes.

Doce del patíbulo se rodó en la localidad británica de Chenies entre abril y octubre de 1966, sobre el argumento tomado de un best seller con el mismo título escrito por E. M. Nathanson. Por cierto, en la versión estrenada en España, el apellido del personaje interpretado por Cassavetes (Franko) se cambió por el de Franklin. La censura no podía tolerar que tan ilustre apellido colgase de un psicópata, interpretado siempre al borde del esperpento por el actor y director neoyorquino.

Éxito popular y serie de televisión

Doce del patíbulo se realizó en 1967. Sus principales intérpretes fueron Lee Marvin, Charles Bronson, Donald Sutherland, Ernest Borgnine, George Kennedy, Jim Brown, Richard Jaeckel, Trini López, Robert Ryan, Telly Savalas, Clint Walker, Ralph Meeker y John Cassavetes.

Director: Robert Aldrich. Guión: Nunnally Johnson y Lukas Heller. Fotografía: Ted Scaife. Música: Frank DeVol.

La Metro, productora del filme, quería a John Wayne en el papel de Lee Marvin. El éxito en taquilla propició la producción de la serie de televisión Los comandos de Garrison. La ABC decidió crearla con un teniente de protagonista y cuatro convictos a los que se les prometió la conmutación de sus penas si aceptaban formar el comando para luchar contra los nazis. Incluso en el episodio piloto intervenía como artista invitado Telly Savalas.

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