Aulas vacías
"Sobre todo, que no haya niños", dijo el profesor antes de elegir su destino vacacional, "que no haya niños". Pensó en turismo de riesgo, en todas aquellas formas de evasión vedadas a los más jóvenes, para poder escapar a las patrullas infantiles que recorrían las playas en busca de profesores armados de palos y piedras. Una persona normal habría pasado sin problemas el control de aduanas de arena, con trinchera incluida, fabricadas con palas y cubos, pero un profesor, aunque haya vivido la LOGSE, la ESO, y ahora emprenda la LOE en condiciones durísimas de supervivencia, a duras penas se libraría de la persecución. Las pandillas de jóvenes caza-profesores dominaban las zonas de playa, peinaban las calles de los pueblos de veraneo silbando un siniestro remedo de Verano Azul.
Se lo había dicho el médico: "Aléjese de los niños durante una temporada. ¡Los niños matan!" Y él, tomando buena nota, cambiaba de acera cuando se cruzaba con un chaval de trece años, pero el chico notaba su miedo, daba media vuelta, le perseguía por las calles llamando a cuantos compañeros podía para que se uniesen a la caza, y allí estaba él, en la cama, jadeando, sudoroso, en el despertar de la pesadilla pero sin estar aún seguro de hallarse despierto, y entonces se levantaba de la cama y acudía a su escuela, y se examinaba porque era de nuevo un alumno más. Y la angustia del examen le atenazaba la garganta, y ni siquiera unas pocas lágrimas hubieran servido de consuelo porque no había estudiado nada el día anterior: era sin duda una ironía del destino que, en el fondo de su corazón, se sintiese todavía estudiante, y despertase alguna que otra noche con la terrible sensación de examinarse sin haber hincado los codos Esta segunda pesadilla le preocupaba mucho más que la primera; se sentaba al pupitre y se percataba de que su mente estaba en blanco: la responsabilidad asfixiante, el suspenso, la bronca de los padres, el destino torcido para siempre.
La pesadilla del examen era el contrapunto necesario quizás a la de aquel alumno adolescente al cual, aunque quisiera, no hubiese podido arrear un guantazo porque la mano se le inmovilizaba, o el brazo se le entumecía, o se movía todo como bajo el agua, con una lentitud exasperante. Entonces el sueño cambiaba, volvía a ser estudiante, y una profesora ponía una hoja en blanco frente a él, una importantísima hoja en blanco, y de pronto las aulas se quedaban desiertas de golpe, porque todos habían terminado el examen y se habían ido de vacaciones, muy lejos, a un lugar donde no hubiera profesores, y le habían dejado solo, frente a la hoja en blanco, en medio de los pupitres vacíos.
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