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Columna
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Suecas y aviones

Alfredo Landa y José Luis López Vázquez perseguían a las suecas con la misma insensatez con la que los perros corren tras los coches, ¿qué van a hacer con ellos cuando los alcancen? La avalancha de turismo extranjero que vivió España hace 40 años desbocó los deseos sexuales de toda una generación y permitió a muchos jóvenes iniciarse en el cuerpo a cuerpo amoroso. Hoy, la desinhibición social, moral y física de los españoles nos permite fantasear y consumar anhelos eróticos sin necesidad de esperar a la turista un millón, pero los extranjeros siguen representando una oportunidad de iniciación y realización sexual muy importante para la juventud.

Cada vez más estudiantes cursan un año en el extranjero. Esta temporada, 2.500 españoles han cruzado las fronteras para realizar un curso de ESO o bachillerato, un 22% más que el año pasado, aunque nuestra incursión en los institutos ajenos sigue siendo nimia comparada con la de los suecos, los holandeses o los alemanes. El creciente afán por aprender idiomas, la moneda común y el fluido tránsito de europeos han espoleado el mestizaje estudiantil, pero uno de los botines más preciados tras las experiencias en el extranjero sigue siendo el contacto sexual.

Las becas Erasmus significan una excusa (pues el incentivo económico es casi simbólico) para pasar un curso fuera de España. Los relatos de los becados, a su vuelta de Irlanda, Italia o Bélgica, hablan de noches de alcohol, de risas y poco estudio y, sobre todo, de sexo. Los extranjeros siguen siendo una bicoca sexual para los españoles que, al parecer, no acabamos de soltarnos del todo entre nosotros. Las rubias con ojos azules y acentos rectangulares continúan ejerciendo de trampolín sexual para muchos jóvenes españoles.

Aquí, en España, no sólo el verano ofrece la ocasión de flirtear en los chiringuitos y las discotecas con guiris de pieles sulfuradas, sino que, durante el invierno, el contacto intercultural también es intenso. En Madrid, el Palacio Gaviria se llena de erásmicos y demás estudiantes de importación que brindan grandes posibilidades de triunfo para los locales. Las tabernas irlandesas de Huertas son otro punto de encuentro de extranjeros donde los madrileños hallan limitada resistencia a sus ibéricos encantos repetidamente fracasados con las ibéricas.

Este verano, muchos españoles pasarán un mes en el extranjero, presumiblemente en el Reino Unido, Estados Unidos o Canadá. Ya no hace falta esperar a que lleguen las nórdicas a nuestras playas para buscar un escarceo sexual, sino que somos nosotros quienes visitamos otros países con motivos lingüísticos. Hace medio siglo, los hombres descubrían el universo del sexo con las foráneas que aterrizaban en España; ahora son ya los adolescentes que, además, ni siquiera han de esperar a los turistas veraniegos, sino que salen ellos a buscar los abrazos con pecas.

El gran cambio no se ha producido tanto en el sexo, pues, sino en el amor. La apertura del mercado europeo y la imparable globalización ha propuesto un mercado laboral mundial. El extranjero, para los españoles, ya no sólo representa el reto puntual de un curso o el destino de unas vacaciones, sino un lugar donde trabajar y, en el fondo, residir. Los habitantes de otros países siguen constituyendo una invitación sexual para los adolescentes y los veinteañeros, pero para los españoles de treinta años los forasteros se han convertido en una nueva alternativa amorosa y, por lo tanto, vital.

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Mientras que las aventuras de los veranos o los idilios de invierno entre estudiantes de intercambio son fugaces y con previa fecha de caducidad, trabajar en otro país nos expone a quedar irreversiblemente enganchados a una persona y una vida lejos de casa. Encontrar la felicidad amorosa siempre es una buena noticia, pero algunas veces supone el infortunio de un tercero. Hoy el mercado laboral mundial lanza a los treintañeros a un desafío profesional, pero deja varadas a sus parejas que se exponen al riesgo, tanto de que su novio o novia se enganche con un foráneo, como de enamorarse ellos mismos de alguien de aquí. Pero, a pesar de los peligros para el corazón que hoy suponen los extranjeros, no tiene sentido reprimir la oportunidad de trabajar entre otras fronteras y, menos, perseguir desesperadamente el avión en el que se marcha nuestro amor; ¿qué haremos con él cuando le demos alcance?

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