El tren de Empúries
Que te deje un tren es algo serio. La imagen del pasajero cargando dos maletas de color marrón, corriendo por el andén en el intento de alcanzar su tren que se va, es la cima dramática de muchas películas. Y cuando el tren efectivamente lo deja, cuando no sale de la portezuela una mano fuerte y solidaria que lo ayude a subir en el último instante, entonces lo que se ve es al pasajero de espaldas, soltando sus maletas de color marrón para que caigan ruidosamente al suelo, y al fondo el tren que se fue, haciéndose pequeño en el horizonte.
Que te deje el tren es algo serio, tan serio como que el tren no quiera dejarte, pensaba yo mientras veía pasar el tren que va de L'Escala a Sant Martí de Empúries, a la altura de la playa del Portitxol. Este tren, como hay muchos en los pueblos de la Costa Brava, no va sobre raíles, sino sobre neumáticos, pero fuera de este detalle funciona como un tren normal, tiene un maquinista, cinco o seis vagones y sustituye el característico chu-chu de la chimenea con una campanita que avisa a la gente de que el tren se acerca. Los vagones no tienen ventanas, van a los cuatro vientos y esto permite que los pasajeros disfruten plenamente del paisaje, y también que los que están en el paisaje, como yo que estaba en la playa del Portitxol, disfruten de los gestos, los visajes y la exclamaciones de los pasajeros.
Que te deje el tren es tan serio como que no quiera dejarte, pensaba al ver pasar el que va de L'Escala a Sant Martí d'Empúries
Yo esperaba en la playa a unos amigos que, siguiendo mi recomendación, habían abordado el tren en L'Escala, rumbo a Portitxol, con la idea de irse familiarizando con el paisaje de Empúries, que en el tren de neumáticos va metiéndose por los cuatro costados del vagón. Cuando oí que el tren de las doce se aproximaba, porque a lo lejos sonaba el chu-chu falso de su campanita, abandoné mi lectura en la sombra para recibir a mis amigos que, según había calculado, venían en ese tren. Me paré junto al paseo Marítimo, que es el camino de asfalto que sirve de vía para los neumáticos del tren, y vi como mis amigos pasaban de largo rumbo a Sant Martí y me decían adiós con la mano, muy contentos y animados con las vistas de Empúries. Ligeramente contrariado regresé a mi lectura en la sombra, una lectura parcial porque junto a la sombra había un bullicioso grupo que analizaba la bola que durante la noche le había crecido en la frente a uno de sus amigos. El pobre hombre, que había dormido hasta tarde, había aparecido como si nada, con su toalla en un brazo y su bola en la frente, y todos sus amigos habían reculado al verlo, incluso una chica había lanzado un grito de espanto; pero unos segundos más tarde el susto había pasado y sus amigos lo atendían con una preocupación que cinco minutos después, en lo que yo iba a recibir en falso a mis amigos, se había diluido en tres posibles conclusiones, a saber: se había golpeado sin darse cuenta con la cabecera de la cama; le había picado un bicho; se trataba de una reacción alérgica al sol. Las tres teorías parecían improbables, pero habían logrado relajarlos, incluso a él, que cuando regresé de ver a mis amigos pasar rumbo a Sant Martí, ya había descartado la probabilidad de la alergia y se había instalado a leer al rayo del sol, a un metro y medio de mí, con esa bola en la frente que no me dejaba avanzar en mi lectura.
A las 12.30 volví a oír la campanita y, luego de echarle otra mirada a la bola de mi vecino, fui a apostarme a la parada del tren, donde pensaba recibir a mis amigos que son una pareja de finlandeses, no muy habituados ni a Empúries ni, en realidad, a ningún otro lugar que quede más al sur de Estonia. Como en la ocasión anterior, mis amigos pasaron de largo de regreso a L'Escala, ya sin júbilo, con un ánimo brumoso donde noté cierta aprensión. "Necesito un largo día finlandés, tan largo como 40 días corrientes"; estas líneas de Bernardo Atxaga iba yo rumiando rumbo a mi sombra para no pensar demasiado en la conducta excéntrica de mis amigos finlandeses. Reemprendí mi lectura, pero inmediatamente la suspendí, pues con el rabillo del ojo vi que la bola que tenía mi vecino en la frente no observaba síntomas de remisión, al contrario: palpitaba con un vigor que denotaba sus inmensas ganas de vivir. Treinta y cinco minutos después volvió a sonar la campanita del tren y yo, que ya había acudido dos veces infructuosas a la parada, decidí permanecer de pie junto a mi sombra y recibir desde ahí a mis amigos finlandeses. Para mi sorpresa, el tren volvió a pasar de largo hacia Sant Martí, pero ahora mis amigos me miraban con nerviosismo y me hacían señas que no entendía, como si en lugar de dos finlandeses excéntricos que buscaban agotar las vistas del litoral de Empúries, fueran dos turistas que no podían bajarse del tren; y aquí fue donde pensé aquello de que es tan serio que te deje el tren, como que el tren no quiera dejarte bajar. Regresé a mi sombra junto a la bola viva y palpitante de mi vecino, y abrí mi libro pensando que no iba a levantarme otra vez por más que sonara la campanita; tenía la sensación de que mis amigos iban a pasarse el verano yendo y viniendo de L'Escala a Sant Martí d'Empúries, en ese inexplicable viaje en tren que ya empezaba a ser tan largo como un largo día finlandés.
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