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Columna
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Reducida y profesional

Jesús Mota

De entre todas las reformas económicas, políticas o laborales, la de la Administración debe ser la más difícil de ejecutar, porque todos los gobiernos desde 1976 vienen prometiendo una sin que ninguno haya tenido éxito. En 30 años sólo se han aplicado cambios parciales, retoques insuficientes y retazos de ideas. La última experiencia, a cargo del PP durante su primera legislatura, bordeó el ridículo, con sus promesas de reducir la administración en nada menos que 5.000 altos cargos. Al final, Aznar y su ministro Arenas se olvidaron por completo de la reforma administrativa después de ejecutar de mala manera pequeños ajustes cosméticos que, siguiendo su costumbre, fueron vendidos a la opinión pública como una gran revolución.

La administración central es demasiado numerosa para menguantes funciones que desarrolla y está ostensiblemente mal formada

Sin embargo, el problema al que debe enfrentarse cualquier reforma administrativa, está perfectamente diagnosticado: la administración central -es decir, la del Estado, no la de las autonomías o ayuntamientos- es demasiado numerosa para menguantes funciones que le permite un Estado cuasi federal y, sobre todo, está ostensiblemente mal formada. Precisemos: salvo los cuerpos de élite, que apenas representan el 7% del número total de funcionarios, la formación es inadecuada, por no decir pésima en los casos más extremos. En términos coloquiales de los funcionarios, hay demasiados C y D y muy pocos A y B. Una distorsión añadida es geográfica: sobran funcionarios en la Administración periférica y faltan funcionarios en Madrid.

El gobierno de Rodríguez Zapatero tiene, cómo no, un plan propio para reformar la administración. Las ideas directrices de esta propuesta, elaborada por el ministerio de Administraciones Públicas que hoy dirige Jordi Sevilla, parten del diagnóstico mencionado y persiguen el objetivo de reducir el tamaño total y, además, conseguir que los servidores públicos sean técnicos formados en consonancia con los servicios que deben prestar al Estado. Este sencillo esquema de objetivos exige recortes de plantilla, dicho sea en términos privados, y un nuevo sistema de captación de funcionarios que, digamos, atienda más a la formación profesional de los reclutados. Naturalmente, la Administración no va a despedir al modo privado; pero cuando se sugirió que la Administración podría poner en marcha un plan de prejubilaciones, de inmediato se indicó la contradicción que suponía acudir al sistema de prejubilaciones desde el sector público cuando se había criticado acerbamente el uso de tal procedimiento por parte de las empresas privadas, debido al coste que se traslada a la Seguridad Social.

Lo importante es si la sociedad acepta el diagnóstico y el objetivo -la Administración central debe ser más pequeña y contar con funcionarios más profesionales y especializados-, más que los procedimientos para lograrlo, que deben ser negociados con los agentes implicados (funcionarios, sindicatos, resto de ministerios, etcétera). La prejubilación sólo es uno de los procedimientos varios que pueden elegirse. Por ejemplo, otro método que se maneja es el de la llamada cesación (el funcionario acepta menor trabajo y menor salario, y no hay coste añadido para la Seguridad Social y las clases pasivas). Importa que de una vez por todas se consiga mejorar la calidad de la administración y reducir su coste... si es posible.

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