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Columna
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Cervantes en Soto del Real

Seguramente recordaréis que el lunes por la mañana hacía un sol de justicia. A eso de las diez en el patio de entrada a la prisión (quiero decir, centro penitenciario) de Soto del Real ya había una calma chicha como de tiempo estancado. De gasolinera en medio del desierto. El desierto es la sociedad normal que sabe que existe el mundo aparte de la cárcel pero que no quiere pensar en él. Pocas cosas hay que nos acobarden tanto como la idea de la cárcel, de privación de libertad, así que procuramos mantenerla a distancia. A miles de kilómetros de nuestras vidas, aunque se encuentre ahí al lado. Saliendo de Madrid por la carretera de Burgos, nos dirigimos hacia ese otro lado donde se concentran, fuera de nuestra vista, adversidades, errores humanos y, también, horrores.

Es muy difícil conocer de verdad el tipo de vida de un sitio así, en que los funcionarios no parecen funcionarios y los internos no parecen internos. Al menos en esta cárcel, de aspecto residencial, con salón de actos, bonito jardín cuidado por los internos, notable biblioteca. De vez en cuando la mirada se topa con bucles de alambrada que nos recuerdan dónde estamos. Es muy difícil que alguien que nada más viene de visita pueda llevarse una impresión aproximada de lo que siente quien no sólo ha tenido que cambiar de residencia (por decirlo finamente), de hábitos, de forma de existir, sino también de vocabulario. Ahora hay que hablar constantemente del módulo, de la celda o chabolo, de los rastrillos, del peculio. Que ¿qué es el peculio? El dinero que se maneja en este universo cerrado. Un dinero de mentira, tipo juego del Monopoly, que sustituye al dinero de verdad. Cuesta trabajo pensar en el esfuerzo que exige la adaptación a todo este sistema, incluida la convivencia con el compañero de celda. Además de todo el mareo judicial que arrastra, los traslados de un centro a otro, hacer méritos. Ingresar en prisión es ingresar en una forma de vida. También los familiares.

Como digo, son las diez de la mañana, hora de visita. Tras el primer rastrillo se ve una sala de espera, como las de los hospitales. Las visitas van pasando. Los hay que ya saben lo que tienen que hacer y otros que miran aturdidos alrededor. En la sala hay un baño con un cartel que dice que ese baño lo limpian los internos. Debe de surtir efecto en los familiares y amigos porque está más limpio que la patena. Pasamos dos o tres rastrillos más. Se diría que resulta tan difícil entrar como salir. Estos controles te van llevando dentro, te van metiendo. ¿Y si se extraviase mi carné de identidad y no pudiera salir? Es una aprensión pasajera. Menos mal que vengo con más gente. Por lo demás, la sensación de normalidad es tal que no logro hacerme la más mínima idea de lo que es esto. Es como si de cara al exterior se fueran borrando las señales de anormalidad de la situación para que sólo la sientan los que la padecen. Ante mi extrañeza, un funcionario me aclara que aquí no es como en las películas. Bien, estamos de acuerdo. Demasiadas cárceles americanas con monos de color butano. Al menos aquí van en chándal, pantalón corto, vaquero, y ellas, por cierto, muy arregladas. A veces ellas y ellos se encuentran y salta la chispa del amor. En estos casos existe, para que se les permita estar solos, un protocolo de cortejo de seis meses. Como se ve, toda seguridad es poca, también en lo sentimental. Y un acto cultural como el de hoy es una magnífica ocasión para verse y hacer manitas.

Mientras abordamos el tema de Cervantes y la libertad, una pareja del fondo aprovecha para besarse. ¿O son alucinaciones mías? La profesora Ángeles Estévez, quien nos convocó para hablar de las cárceles de Cervantes en la propia cárcel, me lo confirma. Sonreímos. Salimos y atravesamos el jardín. En medio hay una escultura de barro hecha seguramente por un interno. El sol le da de plano, la hace brillar. Es un día de verano cegador. Nos preguntamos qué habrán hecho esas personas tan simpáticas y tan interesadas por la literatura que me ofrecían historias para que yo pudiera escribir novelas. ¡Y qué historias!

¿Qué diferencia hay entre la gente que anda por la calle y ellos? Aparentemente ninguna. He aquí lo verdaderamente desasosegante de este lugar, que la línea entre un mundo y otro es tan fina que se puede cruzar con los ojos cerrados. La mayoría ha llegado hasta aquí por mala suerte o por su mala cabeza, no son asesinos. Pasamos de nuevo por los controles. Y ya en la carretera, recordamos algo que ha preguntado un interno al despedirse, "¿volverán el año que viene?".

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