Ojalá que llueva café
El Estado autonómico vuelve a ponerse en movimiento y con él el marcaje a la autonomía más cercana. El autonomismo tiene mucho de mercadeo, pero un mercadeo donde los que regatean y al final pillan tajada son los más afectos a la España eterna, los menos leales a la descentralización.
La euforia autonomista de la transición nos llevó a un modelo incierto: la uniforme aplicación de la autonomía a todos los territorios. El País Vasco y Navarra mantienen la única diferencia real: el Concierto Económico. Al margen de eso, la relevancia original de las llamadas autonomías históricas se ha ido desdibujando y lleva camino de perder todo valor. A esa extensión del modelo autonómico se la llamó "café para todos". Ya que algunos territorios demandaban café, alguien pensó que lo mejor sería ofrecer una taza a todo el mundo. Sin duda ese criterio escondía una intencionalidad perversa: desdibujar las autonomías más caracterizadas, subsumirlas en un modelo común, sustituir el centralismo por un modelo autonomista no menos uniformizador.
El término histórico, utilizado para distinguir a algunas autonomías, resultó una elección lamentable: no hay razón para decir que algunos territorios tienen más historia que otros, pero sí resulta de una ceguera política absoluta presuponer que la aspiración de la autonomía era la misma en Euskadi que en Murcia, en Cataluña que en Castilla-León. Olvidar esto fue olvidarlo todo. En origen, las aspiraciones autonómicas eran distintas. Podría haberse diseñado un sistema de tres niveles: autonomías con identidad nacional (Euskadi, Cataluña, Galicia); autonomías con perfil muy diferenciado (la Navarra de UPN, Canarias, Andalucía, los territorios de la antigua Corona de Aragón); y un tercer estadio donde habría podido aplicarse, sin el más mínimo trauma, algún modelo de descentralización administrativa.
¿Autonomías de tercera categoría? La idea parece escandalosa, pero lo parece sólo hoy, y lo parece, sobre todo, si se insiste en las comparaciones. El pobre argumento de la emulación podría formularse así: si el vecino quiere más competencias, ¿por qué no voy a tenerlas yo? Ese discurso, aireado hoy con insistencia, resulta mezquino, y denota unos niveles de cicatería y egoísmo políticos bastante mayores que los se atribuye siempre a las nacionalidades históricas. El proyecto de reforma del Estatuto valenciano ya ha incorporado una disposición, impulsada por el presidente Camps, que reza así: "Cualquier modificación de la legislación del Estado que, con carácter general y en el ámbito nacional, implique una ampliación de las competencias de las comunidades autónomas será de aplicación a la Comunidad valenciana", y el presidente balear, Jaume Matas, ha declarado en el mismo sentido: "Si alguna comunidad incluye su financiación en la reforma estatutaria, Baleares lo hará".
Pobre concepto de la autonomía demuestran esos caudillos locales que no plantean demandas autonómicas, pero que esperan a que alguien agite el árbol del Estado para correr ellos también a hacerse con las nueces. Pobre, mezquino y envidioso. Disposiciones como la de la reforma estatutaria valenciana atufan a inconstitucionalidad, pero de todos es conocido qué saben de la Constitución sus defensores más rugientes. Muchos piensan que la independencia vasca o catalana son aspiraciones intolerables, pero seamos realistas: les parece intolerable cualquier asimetría autonómica. No sintieron antes el agravio de la centralización, ni sienten ahora el deseo de una mayor autonomía. Sí sienten, en cambio, la envidia primaria de ver que territorios con identidad nacional claman por lo suyo. Es una especie de reyerta rencorosa, guiada por los peores instintos: no pido nada, pero si al de al lado se lo dan, ahí quiero estar yo para recibir mi parte.
El Estado ideó un sistema autonómico que, en su origen, fue demanda de muy pocas autonomías. ¿Café para todos? Lo tuvieron. Y ahora tendrán más, aunque sean otros los que se lo trabajen. Cuando llegue la hora del reparto ellos exigirán el mismo sorbo. Resulta muy cómodo vivir, políticamente, al rebufo de los demás y, mientras tanto, hasta darse el lujo de llamarles insolidarios.
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