Londres: el terror
A las diez de la mañana del jueves 7 de julio, mi doctor me llama cancelando la cita concertada para las cuatro de la tarde. Todos los recursos del hospital están concentrados en atender a los cientos de heridos en los ataques terroristas de las nueve de la mañana. Cerca de cuarenta muertos, al escribir estas líneas. La suspensión de todas las líneas de transporte terrestre y subterráneo del norte de Londres. Cierre de los accesos al centro de la ciudad. Advertencia a los trabajadores de oficinas y comercios: manténganse lejos de las ventanas y de las vidrieras. Advertencia a toda la población: hoy no viajen. Ruego a quienes deben regresar a sus hogares: háganlo poco a poco, con medida, eviten el tropel... De todos modos, las carreteras están congestionadas.
Londres es una ciudad multirracial y políglota de nueve millones de habitantes. Se hablan aquí ciento ochenta lenguas y dialectos. Rara -muy rara- vez se incendian pasiones o se ven enfrentamientos de orden racial o religioso. Para debatir las cosas, hay múltiples recursos, desde el Parlamento de Wetminster hasta el rincón de oradores de Hyde Park. Hay prensa. Hay partidos. Hay libertad de manifestación pública. Hay los valores que suelen asociarse con una democracia moderna. Y hay injusticias. Hay desigualdades. Para eso está el proceso democrático: para denunciar aquéllas, para subsanar éstas.
Las víctimas de los actos terroristas del 7 de julio son empleados, profesionistas, estudiantes, amas de casa, niños, ancianos. Igual que en la estación madrileña de Atocha. E igual que en las Torres Gemelas de Nueva York. Pero si de los terroristas del 11 de septiembre Susan Sontag pudo decir que se les podía acusar de criminales, pero no de cobardes, quienes prepararon los atentados de Madrid y de Londres son exactamente eso: cobardes. Sus víctimas son inocentes. ¿Cómo pueden los terroristas proclamar una razón, por válida que fuese, si el precio es la masacre de los inocentes? Si los terroristas tuviesen una causa -¿cuál será?- la causa yace en escombros, mezclada con la sangre de las víctimas.
¿Cómo combatir al terror? Las respuestas varían pero todas son complejas. Lo cierto es que no se puede responder al terror con más terror, pues si el terrorismo es la respuesta al terrorismo, cabe preguntarse, ¿cuándo cesará el terror? Hay que tener cuidado, dijo en su momento Madeleine Albright, secretaria de Estado del presidente Bill Clinton, hay que tener cuidado de que la guerra contra el terrorismo no genere más terrorismo. Y hay que cuidarse, añade Hubert Vedrine, ex ministro de Exteriores de Francia, de que la alianza contra el terror sea puramente defensiva. En otras palabras, la lucha contra el terror debe ir acompañada de una visión de futuro. Sin un proyecto propositivo que atienda a los males de raíz del terror, éste ganará, con impunidad, todas sus batallas.
De allí se desprenden tres consideraciones.
La primera es que se combate al terrorismo con buenos servicios de inteligencia. Si los terroristas tienen la ventaja del sigilo, el anonimato y la oportunidad, el propósito de la inteligencia es acotar al máximo el sigilo: identificar las redes del terror; el anonimato: desenmascarar a sus organizaciones y organizadores; y oportunidad: adelantarse con buena inteligencia a las acciones de los terroristas. Un ejemplo. Una joven funcionaria de la CIA en Arizona y Nuevo México tenía fichados a los kamikazes durante su entrenamiento en campos aéreos de esos Estados. Su memorándum llegó hasta el Gobierno federal y allí se quedó dormido durante el largo y caliente verano del 2001.
La segunda demanda es menos difícil y consiste en poner contra la pared -política, financiera, jurídicamente- a los gobiernos que impunemente prestan cobijo a los terroristas. Varios libros se han escrito revelando las presuntas ligas entre grupos terroristas y gobiernos protegidos, a su vez, por la víctima de los terroristas, los Estados Unidos de América. Turbia es la relación entre el reino saudí y los grupos de terror. ¿Y dónde encuentran techo los militantes de Al Qaeda? ¿Será acaso en el Pakistán de Musharraf, tirano aliado de los EE UU? Hay más, ¿cuánto durarían varios gobiernos del Cercano y Medio Oriente sin la complicidad europea y norteamericana? La pretensión de que, aunque sean dictaduras, protegen a Occidente contra los terroristas es ya una probada patraña.
¿Tendrá el Occidente, algún día y en bien propio, la valentía y la sabiduría de respetar el surgimiento de la voluntad democrática en Egipto, Arabia Saudí, Pakistán, aunque ello le cueste el poder a sus actuales aliados? Sin democracia verdadera, esa región seguirá siendo nido de terroristas. Pero es a los ciudadanos de esas naciones, y no a Condoleeza Rice, a quienes corresponde expulsar del poder a los sátrapas actuales. Y con ellos, a los terroristas amparados por la mezcla explosiva de despotismo, feudalismo, complicidades inconfesables y realpolitik de conveniencia.
Pero hay una tercera consideración. Es la más importante y la más difícil. Consiste en expulsar al terrorismo de sus nidos mediante el desarrollo. Donde hay mejores niveles de vida, educación y salud, donde los ciudadanos sienten que son accionistas del progreso y de la libertad, el terrorismo no encuentra suelo fértil. Pero una política global para el desarrollo no puede quedarse en palabras y buenas intenciones. Requiere un esfuerzo coordinado entre ricos y pobres. De éstos, hay que esperar gobiernos que no devoren la cooperación con la corrupción. La sugerencia de George Soros -crear consejos meritorios por encima de toda sospecha entre gobiernos donantes y gobiernos recipientes- aguarda su hora de prueba.
De los ricos, hay que esperar que comprendan claramente que su propia seguridad, su propia riqueza, dependen de la ampliación de la capacidad de consumo, del nivel de educación y de la vida democrática en los países del otrora llamado "tercer mundo". Hay que escuchar, para convertirlas en realidad, las palabras de Fernando Enrique Cardoso: el terrorismo no será vencido si la cooperación internacional no extingue los focos que permiten al terror encenderse. Tarea a largo plazo que va a comprometer a varias generaciones, pero sólo si se inicia ahora mismo.
Fui el pasado sábado con mi esposa a un cine de Londres a ver La guerra de los mundos, la película de Steven Spielberg basada en la novela de H. G. Wells que Orson Welles, en 1938, transmitió por radio como un hecho real, provocando el pánico entre los ciudadanos de New Jersey. En su prólogo a La guerra de los mundos (1898) Wells explica que la verosimilitud de sus ficciones consiste en trasladarlas a la vida común y corriente, excluyendo todo elemento de fantasía que no sea el de la propia historia. Poco imaginábamos que las imágenes de una realidad catastrófica inventadas por Wells y trasladadas por Spielberg a la pantalla, iban a ser la catastrófica realidad de la ciudad de Londres pocos días más tarde.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.