Prostitutas
Es noticia la vuelta de la prostitución a la zona de Capitán Haya, una zona de vecinos aguerridos que, hace cuatro años, montaron patrullas ciudadanas y cortaron el tráfico para expulsar a las prostitutas de sus calles: Sor Ángela de la Cruz, Orense y el paseo de la Castellana ya en el tramo próximo a la plaza de Castilla. Los vecinos de la zona ya han anunciado movilizaciones para la vuelta de las vacaciones. Y tres días después, el jueves pasado, según adelantaba la Cadena SER, cayó en Madrid una red de subsaharianos que obligaba, con prácticas de vudú, a mujeres nigerianas a prostituirse. Con música de Walk on the wild side (Pasea por la zona salvaje), de Lou Reed, glosemos estas noticias.
En primer lugar, están las prostitutas, ese gremio que, en líneas generales, como ya dicen todos los sabios, es un gremio de esclavas explotado por gángsteres a quienes la llamada buena educación otorga todavía la eufemística denominación de proxenetas. Las mafias reclutan a estas mujeres, sobre todo, en países subdesarrollados y, a partir de ahí, la explotación económica y las vejaciones constantes constituyen los elementos de vida de estas desdichadas mujeres. Suele creerse, erróneamente, que lo más duro del trabajo de las prostitutas es tener que prestar sus servicios sexuales a hombres que les pueden resultar repulsivos. Ese apartado de su trabajo es, obviamente, muy duro. Pero la inmensa mayoría de las prostitutas afirma que lo más duro de su profesión es el miedo. Si hasta quienes viven con personas a las que aman y a las que tratan bien, no tienen ninguna garantía de que, una mala noche, no se le cruce un cable a la pareja y, en un rapto de petrarquista inspiración, le aseste un planchazo en el cráneo con una plancha puesta en ebullición por Satán al máximo, ¿qué miedo no sentirá una prostituta cuando, como ahora, se exhibe, por ejemplo, a las tres de la mañana en la Casa de Campo, dedicada a encontrar un cliente desconocido que puede ser un asesino, como lo demuestran algunas trágicas noticias de las páginas de sucesos?
Y ¿cómo se acaba con la prostitución que, por otra parte, tantos beneficios económicos genera incluso a los medios de comunicación a través de su publicidad? La concejalía madrileña de Empleo y Servicios a la Ciudadanía, que rige Ana Botella, y que tiene su sede en la calle de Ortega y Gasset, lo tiene claro: hay que perseguir al cliente, hay que eliminar la demanda. En esta línea, según informa desde Nueva York en El País Sandro Pozzi, se está trabajando a conciencia en Estados Unidos. En las principales ciudades de este país se combate la prostitución humillando públicamente a los incautos clientes de las prostitutas. Por ejemplo, la policía de Chicago, que está muy puesta en nuevas tecnologías, cuelga -en todos los sentidos del término- las fotos de los clientes en Internet y así sabe que los clientes se sentirán humillados ante sus parientes, amigos y tiernos compañeros de trabajo que ya se encargarán de recomendar la visita a tan alegre página. Esto, como vemos, ocurre en Estados Unidos pero también, en alguna forma, en nuestro país. En esta atroz semanita para la candidatura de Madrid a la organización de los Juegos Olímpicos, ese canal televisivo que tiene su sede en la carretera de Burgos -vamos, Telecinco- ha entrevistado a una prostituta que ha dado nombres de clientes suyos de estos pagos (y en los dos sentidos del término: pueblecitos y desembolsos). Para que la humillación de los clientes sea mayor, la cadena televisiva ha dado también alguna foto de un familiar que tan injustamente tiene que pagar por su condición de pariente.
Hasta ahora, en un servicio sexual, la única persona que se prostituía y, en consecuencia, se humillaba, era la que cobraba: la prostituta. El cliente, por el hecho de pagar -más aún, santificado por el dinero-, jamás tiene conciencia de que se prostituye. ¿Se llama prostituto a quien se acuesta con una prostituta? Jamás. En ese sentido, los terroríficos y condenables métodos de la policía estadounidense pueden ser eficaces para que el cliente sienta la humillación que, por otra parte, siente la prostituta por el ejercicio de su trabajo.
El desprecio que la sociedad siente por la prostituta lo revela la lengua: puta es el vocablo más infamante del idioma. ¿Hay insulto más grave que el de hijo de puta? ¿No es injusto que la proveedora del servicio cargue con toda la humillación y el cliente se vaya de impolutas rositas?
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