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A la luz de Sartre

Las obras poderosas nos iluminan y la de Sartre creo que es una de esa clase, obra poderosa e iluminadora, independientemente de los aspectos de su figura pública que nos desagraden o que provoquen en nosotros graves y hasta bien fundamentados desacuerdos. A nadie le gusta el mandarinato ejercido durante mucho tiempo con consentimiento de muchos y en perjuicio de unos pocos (los disidentes, los solitarios, los antigregarios). A nadie le gusta el poder cultural utilizado en provecho propio y a nadie le gusta ver que alguien se equivocara tanto creyendo que acertaba en todo. A nadie le gusta ver a Camus juzgado ante el tribunal poderoso de las ideas triunfantes sartrianas. Ahora bien, de ahí a crucificar a este pensador y escritor en el altar de una especie de liberalismo infalible -tal como lo hizo en estas mismas páginas, y de manera bastante antipática, Vargas Llosa- hay un trecho demasiado largo. Además, no hay más que leer la biografía que escribió sobre el pensador francés Annie Cohen-Solal para darnos cuenta de aspectos indeleblemente atractivos de su personalidad. Recomiendo al lector interesado las páginas que dedica la citada biografía a la clase de profesor que fue Sartre en un lycée (instituto) francés durante algunos casi juveniles años. ¿Alguien tan genuinamente diferente, moderno y asombroso puede caernos antipático?

Pero el motivo de este artículo es reflexionar brevemente sobre un aspecto de la obra de Sartre al que no he visto que se haya hecho justicia durante estos días, al menos entre nosotros. Me refiero a las páginas que dedicó al intento de comprender la literatura ya no como escritor, y ni siquiera como crítico -recuérdense sus potentes Baudelaire y Flaubert-, sino -podríamos decir- como teórico. Esas páginas se publicaron hace muchos años en la editorial Losada bajo el título ¿Qué es la literatura? (en francés correspondían al volumen II de Situations) y releídas hoy al hilo de estas exigencias conmemorativas -para eso deben servir las fechas célebres, para leer y releer a quienes se invocan bajo su convencional y hasta agotador brillo- nos sorprenden por varias razones y no es la menor por el grado de apasionamiento que traslucen. El apasionamiento es una consecuencia de la creencia seria en algo, y es sabido que los tiempos que vivimos no están para esa clase de emociones fuertes y firmes. La posmodernidad en declive ha afirmado más bien divertidos y hasta osados escepticismos, variopintas piruetas intelectuales que han querido ver en el arte en general y en el arte literario en particular divertidas casualidades ajenas al esfuerzo constructivo de un autor y proclives al más insustancial de los devaneos teóricos e interpretativos. Especialmente en EE UU, y al amparo de los llamados cultural studies, un asombroso batiburrillo engulle en sus polifacéticas tripas los rangos estéticos de las artes nobles y muy especialmente de la literatura. En el mismo orden de preocupaciones e intereses pueden aparecer -bajo esa etiqueta- el estudio del hip-hop, de la moda, de los culebrones televisivos y de la literatura de cualquier especie. ¿Cabe mayor arrasamiento de las diferencias y las jerarquías?

Pues bien, cualquiera que abra el volumen de Sartre antes citado caerá enseguida en la cuenta del tono de implicación y envergadura que atribuye a las artes literarias. La trascendencia anega todas sus reflexiones y, por tanto, la decisiva importancia atribuida al libro que escribe un autor, siempre profundamente presente en sus invenciones, y su destino último, que no es otro que el lector que espera ansioso involucrarse en él para dotarle de sentido completo. Como si la literatura sirviera realmente para algo serio, Sartre existencializa al máximo el acto creativo y lo convierte por ello mismo en un hecho de fe en el que la personalidad entera del autor crea un espacio imaginario habitado por un alma, es decir, por un hombre entera y profundamente implicado en sus creaciones. La distinción que propone entre la poesía y la prosa no es del todo convincente, pero contribuye a definir la primera como el grado máximo de excelencia de las artes literarias. En la poesía las palabras son ellas mismas objetos que se imponen a la atención porque han conseguido redoblar su presencia máxima como instrumentos del decir y del simbolizar. El significado las alcanza, pero no pasa a través de ellas para desinflarse en su eficacia comunicativa, sino que se queda reverberando en las palabras mismas, como logros máximos de la creación humana.

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La prosa es otra cosa: su sentido último es la comunicación de ideas a un lector que ha escogido ejercer su libertad entregándose a la lectura de un libro. Las páginas de Sartre sobre el sentido de la lectura son admirables, bellas, intensas, nada académicas, trufadas de ese alentador trascendentalismo que a muchos puede parecerles ajado (risitas posmodernas) y a otros nos puede parecer soberanamente oportuno y necesario. Muchos -sin decirlo- han bebido en estas páginas tan hermosas, desde un Steiner hasta un W. Iser, y a veces calcando sus argumentos. No entro ahora en determinar si Sartre tiene razón. Sólo apelo al tono de su argumentación, sobrecargado de esa trascendencia a la que hacía referencia, depositando en el lector todo el peso de la creación última puesto que sin lector no hay libro posible sino sólo silencio, el pesado silencio de los muertos. ¿Exageración? Sin duda sí, pero, insisto, la responsabilidad otorgada al lector es tan radical y elevadora que casi nos obliga, por la fuerza persuasiva de su pensar, a creer en que las cosas son exactamente como las pinta Sartre pues, en ese caso, leer es una noble empresa, tan noble -si no más- que el hecho mismo de escribir. El hombre que lee crea y no sólo recibe. El hombre que lee abre al mundo emociones, y no sólo las descifra. El hombre que lee vive una intensidad que no sólo es prestada sino que se convierte en propia.

Por último, recordemos el pensamiento de Sartre sobre la literatura comprometida. Podríamos repetir lo que hemos dicho antes: probablemente no tiene razón pero si alguien tiene actualmente que recordarnos esa finalidad ética de lo literario que sea este hombre y no otro infinitamente más simple. Es evidente que la literatura, en todas sus manifestaciones, no puede agotarse en ese fin predeterminado ideológicamente y es también evidente que Sartre escribía con la guerra mundial a sus espaldas. El horror absoluto no consentía florituras de cualquier tipo y eso lo comprendemos perfectamente. Pero, alejadas ya esas circunstancias, vuelve a imponer la fuerza impositiva de su razonar, su convicción absoluta de que la literatura puede servir para causas nobles más allá de su inalienable efecto estético. Nosotros podríamos decir: la literatura se debe a sí misma, pero eso no significa que no se deba también a los demás y a las circunstancias en las que es creada y leída. Cierto, sólo que nosotros creemos que esas circunstancias no se agotan en un determinado marco contextual porque la literatura -aun contando con él- suele desbordarlo y anegarlo de desafíos estéticos y éticos que van más allá de ese inmediato marco político, social y cultural en el que surge. Por este lado creemos que tanto Benjamin con Adorno tenían mucha más razón que Sartre pero, no obstante, este último dispone aún de un vigor argumentativo tan contagioso (y hasta bondadoso) que nos obliga a seguirle hasta el final y a agradecerle que dijera lo que dijo, bellas y profundas palabras para la eternidad de lo literario.

Ángel Rupérez es escritor y profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad Complutense de Madrid.

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