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Columna
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Curso

Final de curso. Un buen momento para repasar someramente lo que ha ocurrido y hacer cábalas sobre lo que vendrá. El broche de oportunidad del nuevo Estatut d'Autonomia, que llega estos días al Congreso de los Diputados rodeado de expectación, redime un tanto la sensación de que el gobierno de Francisco Camps ha perdido un año más. Es curioso que, apenas unos meses después de su remodelación (lo llenó tanto de gente el verano pasado que se vio obligado a nombrar a dos consejeros sin cartera), el Consell esté tan desgastado como si llevara siglos en su función. Y no precisamente a causa de sus logros sino de su perplejidad. Tal vez la explicación radique en que una buena parte de los problemas, lejos de resolverse, se han enquistado o han ido a peor. Algunos de los que se han empantanado lo han hecho como un tic (la política del agua, la monserga del trasvase y todo lo demás), otros como una querella interminable (la división interna del PP, cuyas heridas siguen abiertas al sol) y otros, en fin, como un malestar recurrente (el desastre de la política cultural). En una gran proporción, los problemas se han agravado, como una muerte anunciada (la crisis de la industria tradicional, abordada con tan poca valentía), como una abrumadora maldición (la desbordada especulación urbanística) o como una escalada estrepitosa de escándalos de corrupción (de Carlos Fabra a Terra Mítica, pasando por Mercalicante, Orihuela, Torrevieja, la empresa Ciegsa y la tarjeta visa del Instituto Valenciano de Finanzas que José Manuel Uncio manejó). Sólo en tanto que excepción, algún problema ha avanzado hacia una solución, contraria como es lógico a la que pretendía con desenfado el Consell (véase el choque grotesco de todo un gobierno con la Acadèmia de la Llengua a cuenta de la unidad del valenciano y el catalán). Hay tal vez pocos síntomas más elocuentes de la falta de pulso del Ejecutivo autonómico que los rumores de otra remodelación. Visto con humor negro, puede uno conjeturar que el curso ha sido redondo para Francisco Camps. Un socarrón diría que resulta casi tan agotador ponerse a trabajar como persistir sin descanso en el error.

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