"¡Que vienen los marcianos!"
'La guerra de los mundos' reivindica el poder creador de H. G. Wells en pleno año Verne
Que vienen los marcianos!", el grito angustiado de la viejecita victoriana ante la despiadada invasión extraterrestre que holla la tranquila campiña inglesa en la novela La guerra de los mundos (1898), de H. G. Wells, vuelve a resonar, con todo su espanto, más de un siglo después. Spielberg ha trasladado la acción a Nueva Jersey, en un guiño a la famosa adaptación radiofónica de Orson Welles -que, por cierto, tuvo un memorable encuentro con su casi tocayo Wells en el último viaje de éste a EE UU en 1940-, en la que los cilindros marcianos caen en Grovers Mill.
Pese al cambio de ubicación y a que la Guardia Nacional sustituye a los húsares de Cardigan y a las Maxims, ahí están de nuevo todo el horror y la parafernalia de los marcianos: los trípodes ambulantes con sus tentáculos, el rayo ardiente, los propios, abominables marcianos que llegan para alimentarse de la sangre de los humanos, e incluso la reclusión del protagonista, escondido en la peligrosa vecindad de los monstruos. La nueva versión cinematográfica de La guerra de los mundos (con el antecedente de la nada despreciable de George Pal de 1953, aunque éste cambió los icónicos trípodes marcianos por ingenios voladores en forma de mantarraya -en la novela los marcianos no llegan a completar sus máquinas voladoras: lo harán por ellos los alemanes, y el mismo Wells los observará bombardeando Londres con sus Gotha primero y sus V-1 después-) es una magnífica oportunidad para regresar al gran clásico de la ciencia ficción y revisar la obra de H. G. Wells en un año que, paradójicamente, está consagrado a su gran competidor, Jules Verne.
Si Verne es la feliz experiencia de la aventura, la ciencia y el viaje, Wells (1866-1946) representa algo mucho más profundo. Sus novelas constituyen una extensión e iluminación de sus ideas sociales y morales y como tales están sembradas de consideraciones que trascienden la narración, por apasionante que esta sea.
Así, La guerra de los mundos, que guarda muchos puntos de contacto con La máquina del tiempo (la idea, por ejemplo, de la comunidad humana reducida a servir de alimento a unos seres grotescos -los morlocks son parientes cercanos de los marcianos-), es, como el propio Wells la describió "un asalto a la autosatisfacción y confianza humanas" en la línea de un Swift. En la novela, la confiada y vanidosa humanidad pasa, en una nueva vuelta de tuerca copernicana, de ser el centro y la justificación de la creación a convertirse en tan poca cosa como insectos o infusorios a los ojos de las "vastas, frías e implacables" inteligencias de los marcianos. La conquista que sobreviene significa, como ha anotado el crítico Robert Crossley "el obituario de las fantasías homocéntricas y de la literatura y la filosofía que las sustentaba".
La guerra de los mundos, como tantas obras de Wells, es la crónica de una gran desilusión, un testimonio novelado de la fragilidad humana y sus grandes principios. La derrota de los marcianos gracias a las bacterias -provisional: deciden atacar Venus de momento- no reparará ese nuevo estado de cosas, pero acaso marque la posibilidad de un nuevo inicio con una idea más modesta y apropiada del papel del hombre en el cosmos.
Empapado de darwinismo, el relato de Wells, que fue alumno de Huxley, es también una crítica al imperialismo y al exterminio de otras razas -se cita explícitamente a los tasmanienses-. Los planes de los marcianos con la humanidad no son tan diferentes de, por ejemplo, los del rey Leopoldo II para el Congo, y el corazón de las tinieblas que los hijos de Marte instalan en el centro de Londres no deja de tener un espectral resplandor conradiano.
Arthur C. Clarke le reprocha a Wells haber creado el mito moderno del alienígena agresivo. El autor de 2001, una odisea del espacio, se consolaba hasta ahora con la contrapartida que supuso a ese estereotipo el ET, de Spielberg... Descritos por Wells como "manchas de roña", seres todo cabeza, con tentáculos en la boca, asexuados y crueles, literalmente carentes de entrañas, los invasores del planeta rojo no se despiden de la Tierra en la novela sin una cierta grandeza: si bien los perros se disputan los restos de su carne pegajosa, nada nos hará olvidar el postrer, conmovedor sollozo del último marciano, ululando agónico a través de la noche en la ciudad devastada.
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