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Columna
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Manifiesto

Algunas tardes atrás, me citaron a una reunión con otros tres jóvenes escritores sevillanos en un bar de la Alameda de Hércules. La convocatoria ya era enigmática: asistí convencido de que esas criaturas debían compartir rareza con los dinosaurios y los tréboles de cuatro hojas y me pregunté sin cesar dónde los habría encontrado el encargado del suplemento del periódico que auspiciaba el encuentro. A ellos, tres personas serias, correctas y en perfecto dominio del juicio, les sucedía lo mismo, y durante la conversación nos mirábamos unos a otros sin creérnoslo del todo, como si estuviéramos siendo respondidos por estatuas de cera. Aquella extrañeza valía más que todas nuestras declaraciones: el periódico nos había elegido en calidad de representantes de la juventud (aunque las canas ya empiezan a conspirar contra la mía) con el fin de que diésemos nuestro parecer sobre la ciudad de Sevilla y el trato que dispensa a la primera edad, y el primer hecho manifiesto con que tropezamos fue que no nos conocíamos unos a otros. Como todos advertimos enseguida, no existen medios, sedes ni foros en la capital a través de los cuales los jóvenes creadores puedan intercambiar sus ideas, que les sirvan de puente o de toma de contacto, que presenten al resto las obras que cada uno ha conseguido pergeñar en la soledad de su celda. Porque de soledad se habló, y mucho: cada uno sentía la impresión de vivir a kilómetros de los otros, en cuevas secretas excavadas en el subsuelo, aislados a través de desiertos y selvas del contacto con el prójimo; tanta fue la alegría que nos provocó encontrarnos que pronto decidimos organizar tertulias, levantar la voz, redactar un manifiesto en que quedasen plasmados todo nuestro desencanto por la sequía de innovaciones en Sevilla y nuestra intención de explotar un acuífero por alguna parte, aunque fuese levantando las aceras. Pero algo me dice que tendremos que conformarnos con agua mineral.

Aquellas jaculatorias que oía en boca de otros no eran nuevas y muchas veces se habían servido del eco de mi propia voz para salir al aire: Sevilla es como una madrastra que te alimenta y ofrece amablemente monumentos y cerveza, pero contra cuyas azoteas se estrellan los gorriones en el momento en que deciden salir a volar, si les inspiran motivos tan peregrinos como el amor por la escultura, o el cine, o la literatura. No existe soporte en nuestra ciudad que permita a los cerebros sin cuajar iniciarse en un medio, buscar maestros o compañeros de viaje, modelar el barro del futuro para componer una silueta que luzca aceptablemente en lo alto de un pedestal. Entre botellines y risas, en aquel bar de la Alameda desde el que ya se podía saborear la brisa del crepúsculo y ver circular a las muchachas recién duchadas, llegamos a la conclusión de que los sevillanos son desidiosos, de que aman demasiado el ocio y la expectativa, de que prefieren jugar al dominó o comer caracoles antes de actuar y aspirar a los ejemplos luminosos de Bilbao y Barcelona: por ello resolvimos firmar un manifiesto explosivo que pusiera fin a esta lamentable situación y sirviera de cabeza de puente a las generaciones venideras. Manifiesto que, naturalmente, se enturbió en nuestras cabezas a la altura de la cuarta o quinta bebida, como sevillanos que éramos. Tal vez las cosas habrían tomado rumbo diferente de haber recurrido al agua mineral.

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