Las armas de nuestros bisabuelos
Y no será que, como Don Quijote, pretendemos transformar una realidad que no nos gusta con las armas de nuestros bisabuelos?
La asignaturización del currículo, el enciclopedismo de los programas, la actual formación inicial del profesorado, los libros de texto tradicionales, la rigidez en la distribución de espacios y tiempos son herramientas tan oxidadas como el morrión que Don Quijote pretende convertir en celada.
Y tal vez la relación no deba acabar aquí: la tendencia a reclamar de los docentes más y más tareas frente a la imperiosa necesidad de multiplicar los perfiles de los profesionales que han de trabajar interdisciplinariamente en los centros educativos; el empeño en mantener la homogeneidad de las clases separando a los alumnos y alumnas académicamente diferentes frente a la posibilidad de hacer coincidir en una misma aula a diversos educadores; el afán por adecuar el horario escolar a la jornada laboral de los adultos frente a la imprescindible reducción de esta última son quizá algunas de nuestras más herrumbrosas armaduras.
Reescribamos nuestro discurso, pero evitemos que la idealización nostálgica del pasado nos ciegue
De las muchas aproximaciones al Quijote que hemos podido leer en este año de efemérides, pocas encontraremos tan lúcidas como la que hace ya más de treinta años efectuara José Antonio Maravall a la que probablemente fue la mirada del propio Cervantes hacia su criatura. En Utopía y contrautopía en El Quijote deslinda Maravall la cosmovisión del hidalgo, comprometido noblemente en la transformación de un mundo en crisis, y la de Cervantes, amargamente desengañado ante el intento de tantos de sus contemporáneos por buscar la superación del presente en un pasado que se añora. Quizá si Cervantes viviera hoy podría escribir una parodia análoga, a mitad de camino entre la burla y la amargura, acerca de nuestra pretensión de reformar la educación sin más horizonte que el que refleja el retrovisor.
Redefinamos hacia dónde queremos caminar y cómo vamos a hacerlo. Reescribamos nuestro propio discurso de la Edad de Oro, pero evitemos que la idealización nostálgica del pasado nos ciegue. Evitemos también que sea un mañana delineado por las leyes del mercado el que dicte los perfiles que han de tener los futuros ciudadanos, despojados de hecho de su condición de tales y reducidos a la de eficaces trabajadores -cualificados en los procedimientos, pero descualificados en los fines- y voraces consumidores.
Necesitamos escuelas inclusivas y no segregadoras, competentes y no competitivas. Necesitamos hombres y mujeres cuya brújula sean los problemas que aún hoy acucian al ser humano tanto en el plano individual como en el colectivo, con herramientas para abordarlos y comprometidos con ellos. Enfocar los procesos de enseñanza-aprendizaje exclusivamente desde las disciplinas académicas y no desde las cuestiones que amenazan la felicidad de las personas, la justicia y la cohesión de nuestras sociedades o la sostenibilidad del planeta en que habitamos provoca a veces un divorcio tal entre la vida real y la vida en las aulas que el lenguaje de los docentes resulta a menudo tan arcaizante como el del hidalgo manchego.
Necesitamos escuelas a la altura de los tiempos, y ello requiere profundas transformaciones en las estructuras educativas y profundas reformas sociales. De no hacerlo así, profesores y profesoras seguiremos desembarcando en las aulas haciendo jurar a nuestros estupefactos interlocutores que Dulcinea (o la estructura del átomo o la filosofía de Aristóteles o las ecuaciones de segundo grado o las rocas sedimentarias o la música de Haydn o el genitivo sajón) es la más hermosa de las mujeres de la Tierra. Y ellos, nuestros estupefactos interlocutores, como aquellos mercaderes toledanos a quienes no les era dado juzgar por sí mismos, oscilarán entre la indiferencia, la burla o la crueldad.
Porque insistir en planes de acción tutorial centrados en resolución de conflictos mientras todo a nuestro alrededor rezuma violencia; insistir en la necesidad de formar espíritus críticos mientras todo invita a la asunción indiscriminada de consignas ajenas; insistir en la conveniencia de unas reglas del juego comunes cuando se pretende establecerlas por vía de los contenidos y no de los valores; insistir en la importancia del aprendizaje cooperativo cuando todo, desde el mismo sistema de evaluación, es brutalmente individualista y competitivo... es hablar un doble lenguaje que, en el mejor de los casos, desconcierta a los adolescentes. Repitamos una vez más que aprenden no lo que les decimos que aprendan, sino aquello que viven diariamente dentro y fuera de las aulas.
Guadalupe Jover es profesora de Lengua Castellana y Literatura en el IES Azorín de Elda/Petrer (Alicante).
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