El no de los franceses
He pasado estos últimos días en Paris. Allí sigue, vivo y con toda intensidad, el análisis de las causas del no mayoritario que han dado los franceses a la Constitución Europea. En los debates se mezclan las incertidumbres que se dibujan en el horizonte europeo por su causa con las acusaciones, por quienes propugnaban el si, de que "los otros" han utilizado la consulta para protestar contra una política nacional insatisfactoria. Francia ha dicho no a la Constitución pero Francia no es antieuropea, ni es posible construir Europa sin Francia. En el proyecto común de convivencia de los europeos su papel es capital. Franceses eran Jean Monnet y Maurice Schumann, considerados padres del actual proyecto de construcción europea. Francia, por su historia y su cultura, simboliza el humanismo y la racionalidad. En cierta manera, los valores europeos son valores franceses.
Dando un paso más, Francia, España e Italia constituyen partes complementarias e indispensables del proyecto común. Cada vez más, sus diferencias deberán disminuir; cada vez más, sus ideales compartidos aumentarán, si se pretende alcanzar una sociedad europea más libre, más igualitaria, más fraternal. Si es así ¿Qué ha pasado con la ratificación del Tratado de la Constitución Europea? ¿Qué está pasando con la Unión Europea? No es difícil, ni arriesgado en demasía, que cada uno saque varias lecciones de lo acontecido.
Una primera conclusión que puede extraerse de la oposición mayoritaria del pueblo francés al texto constitucional es que la Unión Europea no la pueden construir élites sociales de espaldas a los ciudadanos. Se adivina, permítase la expresión, un cierto comportamiento "aristocrático" en los gestores de la Constitución Europea y los estrategas que diseñaron el proceso aprobatorio. Ha faltado pedagogía y estigmas injustificados se han dado por ciertos: los que pensaban votar no eran "antiguos" en sus planteamientos o carecían de visión de futuro. No se ha dedicado el tiempo suficiente a la explicación de la conveniencia de la aprobación del texto. Tampoco se contraargumentó, con tantas razones como había, a las opiniones contrarias expuestas por quienes apuntaban otros caminos para la construcción europea.
Decía Jacques Delors que nadie se enamora de un mercado, y en semejante afirmación se halla un principio de explicación del problema creado. Con frecuencia, da la impresión que lo único sustancial del proyecto europeo radica en sus sucesivas ampliaciones. Respecto al ritmo con que se ha hecho la última, hasta alcanzar los 25 Estados, no se han dado explicaciones fundadas; muchos ciudadanos la han visto, casi en exclusiva, como una expansión de mercados hacia el este.
A pesar de su excesiva longitud, incluso de la farragosidad de sus descripciones detalladas del funcionamiento de las instituciones, el texto de la Constitución Europea, elaborado bajo la dirección de Giscard d'Estaing, es insuficiente en aspectos que son clave para el europeísmo (por ejemplo, la educación) y tiene lagunas manifiestas en muchas cuestiones sociales que dan pie a miedos intangibles, pero comprensibles en la época de las "deslocalizaciones" empresariales. En sus páginas hay una cierta exhibición, con una fortaleza innecesaria, de una visión de Europa sólo centrada en un liberalismo económico recalcitrante.
El porqué del resultado de la votación en España, tan diferente a la francesa, hay que buscarlo en el valor simbólico que para los españoles tiene todo su proceso de incorporación a Europa, en el crecimiento extraordinario de la renta per cápita que se ha producido aquí desde que Felipe González suscribió el Acta de Adhesión en 1986. En el caso español se ha valorado, por medio del voto afirmativo, ante todo el espíritu que subyace de europeísmo. En Francia, por el contrario, desde el primer momento el debate ha sido más crítico y el análisis más pormenorizado, menos global, como lo atestiguan las numerosas publicaciones y libros aparecidos allí sobre el tema en los últimos meses.
Otra conclusión a la que puede llegarse tras lo ocurrido es que José Luis Rodríguez Zapatero tenía razón: había que anticiparse, superar el tiempo infame del protagonismo en las Azores, y situarse en las primeras filas de los impulsores de la Unión Europea. Su visión anticipada de la oportunidad ha sido encomiable. El Gobierno dio un paso firme, positivo y fundado en sus convicciones europeas, por el que de nuevo se percibe una "corriente de simpatía" hacia España cuando uno viaja más allá de los Pirineos. Con independencia de la tormenta actual, que pasará, pues Europa siempre se ha construido dando dos pasos adelante y otro hacia atrás de modo alternativo, España ha recuperado un lugar destacado en el contexto europeo. No es mala posición, habida cuenta que una debilidad no menor de este tiempo difícil es la falta de líderes europeístas destacados.
La siguiente lección que puede aprenderse del no de los franceses es que después de los años transcurridos en los que ha primado la prioridad de las políticas económicas de convergencia, la Unión Europea no puede hurtar el debate sobre las singularidades de su modelo social propio y las políticas sociales que deban desarrollarse en común. Tras la convergencia económica, es la hora de la política social. Las macrodecisiones económicas han sido razonablemente acertadas, también el diseño de las políticas subsiguientes, pero ahora toca el turno a las políticas sociales, sin las cuales la Unión Europea quedaría reducida a una visión neoliberal, de la que se intuye ya lo que da de sí. En un artículo publicado en Le Monde, Hubert Védrine, ministro de Asuntos Exteriores en el Gobierno socialista de Jospin, criticaba, a propósito de lo que denominaba "insurrección electoral anunciada", la forma burocrática de gestionar el mercado único de la Unión Europea "a golpe de directivas" a la que ha parecido reducirse la ambición europea y, añadía, que frente a los efectos de la mundialización la respuesta la da la Europa social. Védrine reclamaba la vuelta a una Europa de proyectos de grandes equipamientos, de proyectos universitarios, científicos, industriales, ecológicos, diplomáticos, etcétera.
Para un nuevo impulso también es necesaria la revisión de las maneras y los alcances del trabajo que se hace en las instituciones comunitarias de Bruselas. Los tecnócratas de Bruselas en bastantes ocasiones rezuman prepotencia e ineficiencia. A veces, dan la impresión de que para cada solución tienen un problema. Tampoco es mejor la imagen de José Manuel Duräo Barroso: no alcanza la altura intelectual de Romano Prodi y cuando se le compara con la personalidad y el peso político de Delors se tiene la nostálgica sensación de haber retrocedido gravemente. Un remedio certero para atajar, a medio o a largo plazo, las tribulaciones de la causa europea es que -siguiendo el sabio consejo de Willy Brandt que decía que los males de la democracia se curaban con más democracia- se refuerce la fe europeísta y se aceleren los proyectos sociales compartidos.
Nunca deben servir las turbulencias ocasionadas como coartada para que paguen las facturas pendientes o los desencuentros entre dirigentes aquellos colectivos que son más débiles, como sería el caso de los inmigrantes si se redujesen sus expectativas vitales de integración en nuestra sociedad o sus derechos ciudadanos, dejándolos reducidos a mano de obra barata. Tampoco tendría sentido que se recortasen o se ralentizasen procesos eficientes para la vertebración futura de la Unión Europea como es el caso del Espacio Europeo de Educación Superior.
Más Europa, en definitiva, es la solución.
Francesc Michavila es Catedrático y Director de la Cátedra UNESCO de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.
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