Boreal
Camino de San Petersburgo, hace años, me vi obligado a pasar en Helsinki la noche de San Juan. En alguna película de Igmar Bergman había visto que las muchachas escandinavas celebraban el solsticio de verano con procesiones nocturnas llenas de ebriedad, vestidas con túnicas blancas y coronadas de flores. A medianoche llamé al taxi del hotel para que me llavara al centro de la ciudad. Despues de deambular durante una hora por las calles desiertas, sólo encontré abierto un bar muy cutre en cuya barra un viejo borracho contaba sus penas a un paciente camarero, natural de Valparaiso. Pedí una bebida y quedé contemplando la claridad del día que a esa alta hora de la noche aun persistía en la ventana. "Ésta es una de las noches blancas de Finlandia", comentó el camarero, mientras el borracho seguía gimoteando. Al parecer el viejo repetía por quinta vez que, de joven, en África había trabajado en la película Mogambo, y que él era el encargado de encender hogueras delante de la tienda de campaña donde dormía Ava Gardner para que no se la comieran los leones. En Helsinki el solsticio solo ardía en el cerebro de aquel borracho. Cuando llegué a San Petersburgo continuaban las noches blancas suspendidas del último sol de la tarde cuyo fuego de madrugada discurría ya licuado en una luz lechosa por la corriente del río Neva. A esa hora las páginas abiertas del libro de Dostoieuski también resplandecían cuando, sentado en un banco del Jardín de Verano, leía esta historia de amor. Durante una de las noches boreales del solsticio de estío una muchacha apoyada en el pretil del canal Fontanka esperaba a su joven amado que le había prometido encontrarse con ella en ese lugar en la primera noche blanca después de un año de ausencia. Un hombre soñador pasó por allí y al verla llorando se acercó para consolarla. Con palabras ardientes comenzaron a contarse toda la frustración de sus vidas. El soñador se enamoró de la muchacha abandonada y ella, entre la compasión y el despecho, decidió corresponder a su amor, pero en la cuarta noche blanca el prometido llegó a la cita y se la llevó. Ahora la luz boreal de San Petersburgo olía a arenque y a profundas flores de tilo. En el Jardín de Verano sonaba la música y bailaban muchachas coronadas de camelias. De madrugada se levaban los puentes para que pasaran los barcos del Báltico, el Neva era un río de leche y ante las enormes esclusas erectas las muchachas aplaudían, mientras otro soñador aún lloraba por Ava Gardner en un bar de Helsinki.
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