La duración de la mirada

Que más quisiéramos que la aceleración disminuyera, que el ritmo fuese menos frenético, que lo que hubiera en la ciudad en vez de un frenesí fuese alguna vez un remanso de paz. O, simplemente un remanso, nada más que un remanso. Pero mientras llega, si es que llega, esa lentificación, ese interludio, esa pausa, vale la pena darse una vuelta por esta exposición de las obras de cinco jóvenes artistas europeos y americanos -con la excepción de un japonés europeizado- que están utilizando la cámara con la intención de ofrecerle a nuestra mirada la oportunidad de detenerse. Sí, ya lo sabemos: la cámara fotográfica detiene al tiempo. Y todos sin excepción hemos visto suficientes instantáneas como para darnos cuenta de que lo que estos artistas intentan no es la parálisis fotográfica del movimiento. No. A ellos lo que les interesa es que lentifiquemos la mirada, concediéndole la oportunidad de detenerse largamente en la imagen de asuntos tan poco ostentosos como puede serlo el vuelo de una mariposa. Para lograrlo, recurren a motivos que por sí mismos son ajenos a los vértigos de la velocidad. Así lo hace Frank Breuer, que enseña en esta oportunidad una serie de fotografías dedicadas a algo tan baladí y tan indispensable como los contenedores. Ciertamente puede objetarse que Breuer siga tan fiel a la academia de los Becher, maestros todavía indiscutidos del paisajismo industrial. Pero eso no importa. Importa muchísimo más la invitación de sus fotografías a quedarnos viéndolas. Beat Streuli está en el otro extremo. Su lugar son las calles vertiginosas de Manhattan, por cuyas aceras circula velozmente un tráfico humano multitudinario, policlasista y multicultural. Sin nombres y sin rostros. Streuli no se deja sin embargo arrastrar por la corriente y se detiene el tiempo suficiente como para darnos cuenta de que en medio de la multitud hay alguien. Un viejo judío, por ejemplo. Con su kipá encima de la calva y un gesto corporal que da fe de una vida mucho más expuesta a las penas que a las alegrías. O un negro -corrijo: un afroamericano- de quién nos sorprende su ensimismamiento. Y no porque sea negro sino porque está disfrazado de estrella del baloncesto de los pies a la cabeza. ¿O es que lo es? Después está Tom Davis y sus tres o cuatro fotos de asuntos tan comunes y corrientes como una flor sobresaliendo de un bordillo o un anuncio publicitario roto. En esos objetos minúsculos nos detenemos y nos damos cuenta de que no son fotos sino pinturas.