Europa y el futuro del capitalismo
El sentido de Europa ha entrado en crisis después de que los electores de Francia y Holanda rechazaran la Constitución de la UE. En su raíz se encuentra la profunda angustia por el estado calamitoso en el que se encuentran los asuntos económicos tanto de dichos países como los europeos. Los neoconservadores sostienen que la única forma de superar las actuales dificultades económicas a las que se enfrenta Europa es destruir las décadas de derechos y prestaciones sociales que han llegado a definir la idea europea de calidad de vida en una sociedad socialmente responsable, y liberar el mercado para que pueda desatarse la competencia. Si Europa hace esto, dicen los neoconservadores, la economía crecerá y la población prosperará. Por el contrario, los socialistas sostienen que el modelo estadounidense de mercado liberal sin restricciones, con su énfasis en que el ganador se lo lleva todo, recompensa a los ricos a costa de convertir en mendigos a los trabajadores, y provoca un orden social más injusto y desamparado.
Curiosamente, lo que realmente se está juzgando en la disputa constitucional europea no es la Constitución de la UE, sino, por el contrario, el futuro del capitalismo en sí, no sólo en Europa, sino en el resto del mundo. Cada vez más europeos se preguntan qué es mejor para proyectar el futuro económico: el modelo liberal de mercado o el modelo social de mercado. Los referendos constitucionales en Francia y Holanda se convirtieron en foro delegado para que la gente votara sobre sus esperanzas, sus perjuicios y sus temores económicos.
La evolución de esos recientes acontecimientos me recuerda lo ocurrido hace sólo 20 años, cuando el dirigente soviético Mijaíl Gorbachov, respondiendo al descontento de la población en toda la URSS y en los países satélites de Europa Central y del Este, inició su famosa perestroika. Gorbachov esperaba que la perestroika estimulara una reevaluación introspectiva sobre los defectos y los fallos del comunismo. Su intención era la de salvar el sueño del socialismo reformando las prácticas tóxicas que desde el comienzo del experimento soviético habían convertido la ideología marxista en una burla. Sus reformas llegaron demasiado tarde para un sistema moribundo, y todo el edificio comunista se vino abajo.
Con la caída del muro de Berlín y la defunción de la URSS, el capitalismo ha disfrutado de un indiscutido campo de juego mundial para imponer su voluntad al mundo. Quizá vaya siendo hora de preguntarse qué tal lo ha hecho el capitalismo. Hoy, cuando los beneficios de las multinacionales se disparan en todas partes, 99 países se encuentran en peor situación económica que a principios de la década de 1990. El capitalismo prometió que la globalización reduciría las diferencias entre ricos y pobres. Por el contrario, la división no ha hecho más que aumentar. Las 356 familias más ricas del planeta disfrutan ahora de una riqueza combinada que supera la renta anual del 40% de la humanidad. Los ideólogos capitalistas prometieron conectar lo desconectado, e introducir al mundo pobre en la aldea global de la alta tecnología. La promesa no se ha cumplido. Dos tercios de la humanidad no han realizado jamás una mera llamada telefónica, y un tercio de los seres humanos carecen de acceso a la electricidad, lo cual los deja al margen y aislados del comercio y de los intercambios mundiales. Los adalides del capitalismo prometieron promover el desarrollo económico sostenible y conservar y preservar la frágil biosfera de la que depende la vida en la Tierra. Pero seguimos derrochando las reservas de combustibles fósiles que nos quedan, arrojando cantidades crecientes de dióxido de carbono a la atmósfera, destruyendo los ecosistemas y los hábitat del mundo, amenazando la supervivencia de otras criaturas y aumentando la preocupante amenaza del calentamiento de la Tierra y la perspectiva de que el próximo siglo se produzca un cambio climático catastrófico. Nos dijeron que la globalización, bajo el ojo avizor de los mercados capitalistas, crearía un mundo más estable y pacífico. Por el contrario, el terrorismo está aumentando, viajar resulta más peligroso y el mundo se ha vuelto menos seguro.
¿Por qué han fracasado tan estrepitosamente las dos ideologías dominantes de la era industrial? Porque el principio básico de cada una de ellas no estaba suficientemente templado con el antídoto de la otra, para crear los controles adecuados y los equilibrios necesarios para hacer el mundo más soportable para todos. El principio básico del comunismo se expresa mejor mediante el aforismo "de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad". Un principio noble, ciertamente. Sin embargo, en la práctica, el comunismo asfixió el incentivo personal y creó una forma de gobierno paternalista que privó a los individuos de cualquier asomo de autonomía, convirtiéndolos a todos prácticamente en guardianes de un Estado todopoderoso. Al final, nadie se consideraba personalmente responsable de su destino individual y todos estaban sometidos a los dictados de burocracias impersonales regidas por el Estado.
Por otra parte, el principio básico del capitalismo se encuentra en las palabras del economista ilustrado escocés Adam Smith. En la Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, Smith escribe: "Cada individuo se ejercita continuamente para descubrir cuál es la aplicación más ventajosa para cualquier capital que pueda obtener. Lo que tiene en miras, en realidad, es su propia ventaja, no la de la sociedad. Pero de manera natural, o incluso necesaria, el estudio de su propia ventaja lo conduce a preferir el empleo más ventajoso para la sociedad". Smith creía que una mano invisible gobernaba el mercado, y garantizaba que al final todos se beneficiarían, siempre que no se pusieran trabas a los mecanismos del mercado. Los economistas y los políticos neoconservadores todavía lo creen.
En realidad, la mano invisible ha resultado verdaderamente invisible. Abandonado a su propia lógica interna, el mercado sin trabas no conduce a un mayor reparto del pastel económico para todos, sino, por el contrario, a un final de partida en el que "el ganador se queda con todo". Cómo si no se explica el hecho de que el modelo estadounidense de mercado sin restricciones haya provocado un aumento de las diferencias entre ricos y pobres, en proporción directa a la reducción de los controles externos sobre sus prácticas comerciales. Actualmente, los beneficios empresariales estadounidenses rozan niveles máximos, los aumentos de productividad no tienen precedentes y, sinembargo, Estados Unidos ha bajado al puesto 24º en la clasificación de los países industrializados del mundo por disparidad de rentas: es decir, la diferencia entre el reducido número de familias muy ricas en el extremo superior y los millones de familias trabajadoras pobres en el inferior. Sólo México y Rusia han obtenido peores clasificaciones. Mientras tanto, Estados Unidos, que practica la forma de capitalismo de mercado más pura de todo el mundo, disfruta de la distinción negativa de tener la pobreza más grave de todas las naciones industrializadas avanzadas. Uno de cada cuatro niños estadounidenses vive ahora por debajo de la línea de pobreza. Estados Unidos disfruta también de la tasa de delincuencia más elevada del mundo industrializado. De hecho, el 25% de los presos del mundo están ahora mismo encarcelados en Estados Unidos. El 2% de los varones trabajadores adultos de EE UU están tras los barrotes carcelarios.
¿Se puede salvar el capitalismo? Sí, pero sólo si estamos dispuestos a mantener un debate sincero y abierto sobre qué hace bien y qué hace mal. La fuerza del capitalismo es también, paradójicamente, su debilidad. El mercado apoya la búsqueda del interés individual y es, por consiguiente, casi patológicamente innovador. La asunción de riesgos individuales, el espíritu empresarial, la innovación tecnológica y los aumentos de productividad superan a los de cualquier otro sistema económico jamás ideado. Este punto, creo, es en general aceptado por todos.
Pero después hay que plantear la cuestión más problemática: ¿qué hace mal el capitalismo? No distribuye equitativamente los frutos del progreso económico. Eso se debe a que la lógica de la sala de juntas es siempre la de reducir los costes de producción para maximizar los beneficios y el valor para el accionista. Esto significa reducir, siempre que sea posible, la parte de los beneficios que va a parar a los trabajadores, y reducir los gastos dedicados a conservar el medio ambiente natural del que depende toda actividad económica futura. El resultado es un mundo crecientemente dividido entre los que tienen y los que no, y una biosfera gravemente debilitada en manos de un interés propio carente de sentido de la responsabilidad colectiva.
¿Cuál es la respuesta? En un mundo globalmente conectado, en el que todos somos cada vez más vulnerables al comportamiento de los demás e igualmente dependientes de la buena voluntad de los otros para sobrevivir, la esperanza de la humanidad descansa en un equilibrio aristotélico que fomente y estimule el espíritu emprendedor del mercado, y al mismo tiempo atempere su propensión inherente a desbocarse y concentrar cada vez más poder en la parte superior de las pirámides empresariales mundiales. Las fuerzas compensadoras, en forma de fuerte movimiento sindical, de sociedad civil diversa y saludable, de partidos políticos comprometidos y vigilantes, deben controlar siempre las riendas de los posibles abusos y explotaciones de las prácticas capitalistas, garantizando una redistribución justa de los beneficios del mercado mediante los programas sociales adecuados y una red social apropiada sin asfixiar, no obstante, los incentivos del mercado. Se trata, de hecho, de un peligroso acto de equilibrio.
Irónicamente, resulta que en lugar de oponerlos, deberíamos considerar al capitalismo y al socialismo "manos visibles" complementarias que continuamente equilibran el interés propio individual en el mercado con un sentido colectivo de la responsabilidad por el bienestar de los demás en la sociedad. Si el interés propio material no se atempera con un sentimiento de responsabilidad social, la sociedad corre el riesgo de experimentar una fragmentación narcisista y la explotación de muchos por parte de unos pocos. Si el sentimiento de responsabilidad colectiva no deja cabida para el interés propio individual, perdemos la responsabilidad personal y nos arriesgamos a introducirnos en un reino de terror paternalista en manos de un Estado todopoderoso.
El modelo de economía social de mercado practicado en los países miembros de la Unión Europea se acerca más al mecanismo de "mano visible" que he descrito. Por desgracia, el debate económico que actualmente se vive en Europa amenaza con polarizar la opinión pública hacia los extremos, enfrentando las fuerzas de mercado sin restricciones a los dictados burocráticos del Estado de bienestar. La difícil tarea que tenemos entre manos es la de trazar un rumbo inteligente y complejo que mantenga una tensión equilibrada entre el espíritu emprendedor del capitalismo y la solidaridad social del socialismo, sin que ninguno de los sueños triunfe sobre el espíritu del otro. Al fin y al cabo, cada uno de nosotros personifica ambos espíritus. Deseamos perseguir nuestro interés propio y al mismo tiempo somos conscientes de nuestras responsabilidades con otros seres humanos. Una economía social europea reformada, que permita florecer a ambos aspectos del comportamiento humano, constituirá un modelo para el resto del mundo.
Jeremy Rifkin es autor de El sueño europeo: cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano (Ediciones Paidós, 2004). Traducción de News Clips.
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