Razones para un manifiesto
En Recuerdos de casi un siglo, las memorias que Miquel Batllori dictó cuando ya contaba 91 años, leo las siguientes palabras: "No me siento separatista ni política ni culturalmente. Al fin y al cabo, la convivencia de tantos siglos -por lo menos desde el siglo XV, pero ya en algunos aspectos desde antes- y las conexiones políticas de todas las tierras de la Península Ibérica, sobre todo las que después formaron la monarquía hispánica, han hecho que no tengamos que considerarnos como una nacionalidad enteramente separada del mundo hispánico". Poco antes de estas líneas, el padre Batllori reivindica como parte de su propia cultura al clásico aragonés Baltasar Gracián, que escribió toda su obra en castellano, y, más adelante, quiere dejar muy claro que él nada tiene que ver con lo que hoy se entiende por catalanismo y nacionalismo.
Los que estos días prodigan sus ataques ad hominem contra los promotores del manifiesto Por un nuevo partido político en Cataluña, entre cuyas firmas se incluye la mía, ¿se atreverían a llamar al padre Batllori pijo, progresista, lerrouxista, resentido, fracasado y otras lindezas de semejante calibre? Deberían hacerlo por coherencia o reconocer que, si bien lo que dice el manifiesto les irrita sobremanera, aún les irritan más las personas que lo suscribimos. Que el insulto personal haya sido la respuesta mayoritaria de los políticos, los articulistas y los tertulianos que se han dado por aludidos, demuestra hasta qué punto es urgente el debate que pretende abrir este manifiesto.
El esencialismo siempre ha estado presente, aunque en un grado menor, en ciertos ambientes catalanistas. Lo grave de estos últimos años es que ha ido tomando poco a poco las riendas del país. Aunque justo es reconocer que Jordi Pujol nunca fue un integrista, el rechazo de España estuvo presente desde el principio en todos los medios de comunicación controlados por CiU y por el Gobierno de la Generalitat. De este modo, expresiones como Estat espanyol en lugar de Espanya o comarques de Girona en lugar de província de Girona (y este último caso es especialmente hilarante, pues ya me dirán en qué sentido son comarcas de Gerona si no es en tanto que pertenecen a su provincia) acabaron por ser obligatorias en todos los discursos como parte de la corrección lingüística del catalán. Luego han venido todos esos programas de radio y televisión donde lo español y aun lo no nacionalista han sido objeto de bromas vulgares y comentarios de un mal gusto que nada tiene que envidiar a lo que se ha dado en llamar la Brunete mediática.
Pujol, lo repito, nunca fue un integrista, pero sus sucesivos mandatos criaron integristas entre los jóvenes y azuzaron a otros más maduros a sembrar la semilla del odio. Odio se titulaba precisamente un artículo que publicó no hace mucho la web de E-notícies, en el que su autor mostraba comprensión por un amigo suyo que deseaba fabricar una bomba atómica para arrojarla sobre Madrid. Odio es lo que practicó ese mismo diario electrónico cuando difundió una amenaza de muerte contra el actor Albert Boadella. No hay más que entrar en los foros independentistas de Internet o ver los carteles con que los cachorros del integrismo forran las paredes de las facultades para comprobar que la cultura del odio tiene su espacio en Cataluña. Puede que sea abusivo atribuir a los medios de comunicación públicos toda la responsabilidad de ese estado de cosas, pero sería ridículo pensar que apareció por generación espontánea y, en cualquier caso, alguien tendría que explicar por qué en este país se ve como algo comprensible la agresión a profesores o el boicoteo de actos académicos.
Estos días he recibido varias cartas de estudiantes en las que se confirma buena parte de lo que nos movió a impulsar el manifiesto. En una de ellas, un muchacho que formó parte de la Comisión de Estudiantes del Departamento de Universidades, organismo destinado a fomentar el diálogo entre el Gobierno y los estudiantes universitarios, me dice que la gran mayoría de los jóvenes que tienen voz en esa comisión lanzan sólo propuestas maximalistas de carácter independentista. Oponerse a ellas -me asegura- es imposible si uno no quiere verse rechazado. Y añade que todo lo que se plantea en términos de Constitución o de España es visto por esos jóvenes como algo decrépito y reaccionario. ¿No indican tales actitudes que existe una grave anomalía en nuestro sistema educativo? Algunos parecen creer que no, que eso es lo normal y hasta lo deseable.
Se puede ser nacionalista catalán, vasco o español (¿por qué no español?) con plena legitimidad. Yo no comparto en modo alguno esos sentimientos, pero los respeto; lo que no puedo respetar es que se impongan a toda una sociedad desde una idea determinista de la historia que nos hace vivir a todos en una crispación permanente. Al fin y al cabo, nadie puede decir lo que es una nación. ¿Es el valle de Aran una nación por el hecho de poseer una lengua diferenciada? Venecia fue república independiente hasta el siglo XIX y tiene un idioma propio tan distinto del italiano estándar como el catalán lo es del castellano. ¿Han oído ustedes hablar alguna vez del nacionalismo veneciano? El padre Batllori, que de historia sabía algo, no creía que Cataluña pudiera considerarse como algo ajeno a España. Razones históricas las hay para todos los gustos, pero lo único que puede definir a una comunidad, en términos democráticos, es la voluntad de sus ciudadanos. En el nuevo Estatuto, pongan si quieren que Cataluña es una nación, a pesar de que según las encuestas eso sólo lo sostiene el 20% de los catalanes, pero por favor hagan un esfuerzo por evitar que la cultura política, algo imprescindible en un régimen de libertades, acabe completamente sustituida en este país por el mito identitario.
Ferran Toutain es ensayista.
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