Ciudadanos
El arzobispo de Granada no tiene dudas sobre la existencia de la homosexualidad, sino sobre el derecho de los homosexuales a casarse. Pone 22 autobuses a disposición de los fieles y de los militantes del PP para que viajen a Madrid, a protestar contra la reforma socialista, que ofende a los verdaderos matrimonios. Como mi matrimonio verdadero no se ha dado nunca por ofendido, no tengo más remedio que plantearme el problema real, es decir, aquello que ofende al arzobispo de Granada. Y lo voy a hacer sin entrar en la mala educación de los celibatos falsos, ni en la vida privada de nadie, ni en los gustos sexuales de nadie, centrando la cuestión desde un punto de vista social. Porque la demagogia y los sermones están ocultando el verdadero peso político de la cuestión. Conviene analizar el asunto desde dos perspectivas. Por una parte, un gobierno democrático reforma las leyes para reconocer la legitimidad del matrimonio entre homosexuales; por otra, un colectivo marginado mantiene una lucha abierta para que sean reconocidos sus derechos y sentirse así integrado en la sociedad. Las dos perspectivas se complementan, pero conviene señalarlas por separado, porque, para valorar la notable importancia de esta oportunidad democrática, resulta tan necesario llamar la atención sobre el poder que reconoce los derechos de una minoría como destacar la voluntad democrática de la minoría que desea vivir en sociedad. Los proyectos colectivos sólo pueden fundarse con justicia en el reconocimiento de las diferencias y las libertades individuales. Pero, además, es decisivo que las minorías quieran formar parte de una sociedad, valiéndose de sus derechos y sin quedar encerradas en la seguridad tramposa del gueto. Los homosexuales españoles quieren ser ciudadanos normales y exigen su derecho, el derecho a vivir con normalidad la homosexualidad. Esta es una actitud de gran calado democrático, porque estamos acostumbrados a la voluntad fragmentadora de las minorías, poco inclinadas a compartir una ilusión colectiva.
El arzobispo de Granada, después de tantos años de ejercer la autoridad del báculo y de confundir la moral con el secreto de confesión, está acostumbrado a que los homosexuales vivan en los márgenes, con hipocresía social, disimulando su condición. Ahora le ofende que un gobierno haga normas para reconocer públicamente la realidad de los que quieren ser normales. En un mundo caracterizado por la renuncia a la política y a la moral pública, el movimiento de gays y lesbianas está dando en España un ejemplo de voluntad social y solidaridad cívica. Sabe que los sistemas se cambian desde dentro y tiene la madurez que falta en el PP, que parece haber renunciado a la política como patrimonio público, incluso a la política conservadora, dejando que sean los obispos, líderes privados, quienes marquen el ritmo de la oposición. La iglesia juega fuerte, porque pretende llenar el hueco que deja el hundimiento de los espacios públicos en las sociedades neoliberales. Al PP parece no importarle, abandona a los homosexuales, permite que se nieguen los derechos cívicos de muchos de sus votantes y decide volverse de espaldas a la realidad. Volverse de espaldas en estos temas es siempre una postura comprometida. Igual se lleva una sorpresa.
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