_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Un elefante se balanceaba

Recuerden lo de: "Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña..." No me negarán que es un apunte genial de la melodía encadenada perteneciente al acervo popular, una canción anónima y maravillosa, sobre todo el pasaje de: "Y como veían que no se caían, fueron a llamar a otro elefante", que no tiene precio; en suma, la canción es una partitura de oro de la historia de la música tradicional infantil. Además, qué gran metáfora, la del elefante que se balanceaba sobre la tela de una araña, porque, ¿quién es el elefante?

Esto es lo que habría que preguntarse a estas alturas de la melodía, que es mucho más que una progresión aritmética de extravertidos y simpáticos elefantes hacia el infinito, aunque, al fin y al cabo, si hubiese uno, uno sólo de esos elefantes aquí, presente entre estas letras, ninguno de ellos se delataría, ninguno de ellos diría: "Hola, soy un elefante", sino que mantendría su identidad en el anonimato para que el chollo de la tela de araña no se estropease.

El oscuro asunto de los elefantes es como una bola de nieve, y a cada minuto llega un nuevo elefante que no hace sino complicarlo todo. Cuando se elevan a diez sólo asustan un poco, pero cuando pasan de los treinta la cosa ya es grave, y hay que empezar a preocuparse. En efecto, ver a treinta y siete elefantes balanceándose sobre la tela de una araña no es normal, y es de entender que a algunos de ellos ni se les ocurra ir a buscar a otro proboscidio para contarle que en la tela de araña se está jodidamente bien, más que nada por no sacrificar a la gallina de los huevos de oro. ¡Pero los demás insisten tercamente!

De pronto, cuando parece que la cosa se enreda sin remedio, sucede lo asombroso: la canción se detiene en el elefante treinta y ocho, el cual, egoísta como pocos, no ha ido a avisar a otro elefante. Según su forma de ver las cosas, ya está bien así, los negocios marchan y no hay porqué meter a más gente: es preferible cerrar el chiringuito. Por el momento, parece que es el final de los elefantes que se balancean.

Pero la naturaleza animal -como la humana- es débil. El pelotazo de la tela de araña se propaga y ellos aumentan en número al tiempo que la canción comienza a perforar los oídos de las autoridades: los medios ponen el grito en el cielo, la policía toma cartas en el asunto y en la mafia de elefantes se produce un sálvese quien pueda. Sus bienes inmobiliarios, sus empresas tapadera y sus cuentas secretas quedan al descubierto, y resulta que por algo los elefantes esos vivían como dios, y bien que se lo montaban, sin que nadie supiese del todo de dónde sacaban esos descapotables.

Y de la araña, ni rastro.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_