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Columna
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Ser en verano

El verano nos despierta un sueño de evasión, de huida liberadora de este presente predecible de días fatigosos e idénticos. Las vacaciones y el calor nos distanciarán finalmente de Madrid pero, sobre todo, nos acercarán a nosotros mismos. Cada año nos alejamos triunfalmente de nuestro yo trabajador que creemos engañosamente auténtico por repetido. Nuestros cuerpos abandonarán el cuarto de estar del invierno, los trabajos prensados en luces de neón, pero nuestro viaje real será hacia adentro. El verano no es una escapada, sino una retrospección.

El sol fogoso de junio desabrocha las camisas, fulmina los calcetines, destapa los ombligos y recorta los pantalones. Ahora no sólo es el espejo del baño el testigo de nuestro físico, sino que nos exponemos a las miradas ajenas que nos contemplan despiadadamente y nos obligan a tomar conciencia de nuestra piel enmohecida por las sombras del abrigo. El reflejo de las pupilas extrañas nos devuelve la verdadera estampa de nuestro cuerpo impúdicamente desfondado, vago y decepcionante.

Paseamos estos días por Gran Vía, por el centelleante Templo de Debod o por las piscinas públicas más conscientes de nosotros mismos que nunca, tratando todavía de reconciliarnos con el reflejo de los escaparates y los retrovisores, entendiendo que no nos hallamos ante una silueta provisional, sino que el calor nos ha enfrentado a un yo definitivo e insobornable.

Cuando dejamos este Madrid de coches calientes y palomas muertas, hoy aprovechando los fines de semana y próximamente las vacaciones, lo hacemos con la esperanza de huir de la rutina, buscando una nueva y breve existencia más sosegada y silenciosa. Pero esos individuos en los que nos transformamos cerca del mar o bajo el perfil frío de las montañas no son sólo el reverso de la personalidad espídica y sulfurada propia del invierno en la capital. Comprobamos que nuestro carácter en vacaciones, las ocupaciones a las que atendemos, la ropa que llevamos, las comidas que escogemos, no son una reacción, ni siquiera una actitud desenfrenada y excesiva, sino la consecuencia de una sincera querencia.

Nos fugamos de nuestra vida para encontrarnos, sorprendentemente, con nuestra auténtica vida, la que nos ajusta a la perfección, sin holguras ni fajas, sin presiones ni luchas. Nadar, leer, levantarse tarde, beber ron por las noches frente a una vela... No nos hemos ido a ningún sitio, sino que hemos arribado a un momento donde habita nuestra versión espontánea y natural. Por fin nos reconocemos en las actividades que practicamos y los pensamientos que nos enhebran, no por su primicia ni por su oposición a la conducta larga y seria del invierno, sino porque ahí es donde hemos residido siempre aun sin saberlo.

Además, pagaremos, un año más, el peaje de las largas caravanas de salida de Madrid en dirección a la costa para ver, en verdad, a las personas que hemos tenido al lado todo el año. Se produce un misterioso encuentro con nuestra propia familia o amigos en los espacios sin fronteras que abre el sol de junio, julio y agosto. De la misma forma que nos reencontramos con las versiones puras de nuestros cuerpos y nuestro carácter, nos encaramos, impermeabilizados de tareas y compromisos, con la compañía de siempre, pero por fin desnuda. Las conversaciones con las parejas en las terrazas de los apartamentos alquilados, con los niños en la cola de las gasolineras, con los padres al otro lado del móvil que se convulsiona con especial violencia en las bermudas, hablan de gente instalada en sí misma.

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El verano nos cita con nuestra personalidad primigenia, nos despoja de un contexto perturbador para ofrecernos un escenario límpido en el que interactuar con la gente de siempre, ahora ellos también en su versión más genuina. Y en un duelo de espejos nos reinterpretamos con mayor puntería, vemos con nitidez quiénes somos, en quiénes queremos y en quién nos quiere.

Ahora las agencias de viajes vuelven a ofrecer evasiones. Muchas mentes se han marchado ya a esos parajes y a esos tiempos sin pulso abandonando sus cuerpos de mirada extraviada ante los ordenadores o los ascensores de la oficina. Sin embargo, no tardaremos en dar caza a ese pensamiento huido, en comprender que esta escapada es un regreso.

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