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Antinacionalistas provincianos

Es conocida la vieja estrategia de insistir tenazmente en una idea nada acorde con la realidad para intentar que finalmente sea percibida como real. Hay quien cree que repitiendo mil veces una mentira, ésta se convierte en verdad. El alumbramiento de un nuevo partido político que esta semana hemos conocido viene acompañado y justificado por la construcción de una supuesta realidad: la de la hegemonía asfixiante del nacionalismo excluyente catalán.

De los que proclaman y denuncian esta realidad del nacionalismo catalán supuestamente excluyente y hegemónico pocos tienen, sin embargo, la honradez intelectual de definir previamente y con rigor cuáles son las características que definen un nacionalismo excluyente. Faltan ejemplos y sobre todo faltan elementos comparativos e históricos con otros nacionalismos reconocidos como excluyentes para saber de qué estamos realmente hablando. No es suficiente ni tampoco aceptable que el uso de un adjetivo sea ya suficiente para dar credibilidad al mensaje. Y menos cuando quienes construyen el mensaje son personas capacitadas para argumentar y especialmente para enmarcar sus análisis en contextos más generales y en marcos teóricos sólidos. No deja de ser un cierto contrasentido tener tanto intelectual junto y obtener un resultado tan falto del mínimo rigor intelectual. Este desencuentro entre la naturaleza de los sujetos y la calidad del producto o del discurso que elaboran puede tener explicación. Su labor en esta cuestión que nos ocupa no es intelectual, sino política. A mi modo de ver, es un argumento insuficiente. En la medida en que se presentan como intelectuales y no como políticos, se les puede exigir otra conducta, otra forma de proceder más coherente con los títulos y cargos que acompañan sus nombres.

Proclamar que el nacionalismo catalán es excluyente ya es mucho proclamar, pero afirmar que todo el catalanismo es el que está en la dirección de ser excluyente ya es querer ser obsesivo. Y si en esa crítica se incluye incluso al Partido Popular de Cataluña, lo que probablemente uno tiene que decidir es a qué psicoanalista irá. Es evidente que en democracia cada uno puede plantear políticamente lo que crea más oportuno, pero lo que es preocupante en personajes que tienen una cierta relevancia pública y -algunos de ellos- desempeñan una labor docente reconocida es que tengan esa capacidad de desprenderse de su lado profesional con tanta facilidad para lanzarse a la política en el más puro estilo demagógico. Estos días tenemos diversos ejemplos en ese sentido. Tomaré uno significativo por su contenido, por quien lo firma y por donde se publicó (Félix de Azúa, Ambigua cultura, EL PAÍS, 10 de junio). No debería ser posible separar con tanta facilidad la ética de la estética. No debería ser de recibo descontextualizar y manipular un sinfín de frases y situaciones para alimentar un hilo narrativo.

Comparto una idea que en el artículo se insinúa: la sociedad catalana no es la mejor sociedad posible. Eso es evidente. Observo en esta sociedad muchos elementos, conductas y actitudes que dan que pensar, que me preocupan y me producen rechazo. En la sociedad catalana hay diferencias, muchas más de las que se reconocen y se aceptan. Son las propias de cualquier sociedad contemporánea de estructura social compleja. Por ese motivo me parece un despropósito presentar una parte de esta sociedad, como hacía Félix de Azua en su artículo -la que se supone que es la base natural de las esencias nacionalistas-, como una masa compacta, autosatisfecha, profundamente clasista, abiertamente excluyente y racista. Presentar unas afirmaciones de uno o unos cuantos, con una evidente descontextualización, y elevarlas a categoría general como si el pensar que expresan esas afirmaciones fuera la norma general de su pensar es, de entrada, discutible. Pero convertir ese mensaje particular en el pensar de todo un amplio espectro social y político como si existiera una evidente relación de causa-efecto entre el nacionalismo y unas expresiones o incluso pensamientos -coincido en que desdeñables- de unos individuos, me parece un ejercicio intelectualmente soez.

Efectivamente, en nuestro país hay una posición visible y de intensidad diversa en función de las circunstancias en referencia a los inmigrantes. Una posición que expresa distancia y menosprecio, y que esconde miedo hacia el extraño y en concreto al extranjero. Pero eso no es patrimonio de ninguna cultura, de ninguna opción política ni ideológica. Cuando quiera el señor De Azúa nos paseamos por Berga, Pedralbes, Llabià, el forat de la vergonya, Manlleu, la Torrassa o por donde él decida. Juntos analizamos lo que vemos y sobre todo lo que oímos, y luego lo contamos. Quizá descubramos que esas actitudes desdeñables que De Azúa recogía en su artículo no son alimentadas por el nacionalismo catalán. Quizá descubramos también que otras muchas personas, independientemente de su lengua, ideología, apellidos, lugar de nacimiento y clase social, piensan cosas similares. E incluso que gente que comparte la misma lengua materna, ideologia y posición social no piensa lo mismo sobre las mismas cosas. Ésa es la grandeza y lo relevante de la complejidad. Y quizá deduzcamos que esto no sólo ocurre en Cataluña, sino también en Andalucía, en Francia, en Holanda y en tantos otros sitios. Hay que ser menos provinciano en nuestros análisis y alzar un poco más la vista para comprender mejor. El riesgo de no hacerlo es que incluso quien se considera antinacionalista puede caer en el más evidente provincianismo.

Jordi Sánchez es politólogo.

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