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Reportaje:

Tabiquero senegalés a destajo

Tres africanos establecidos en Valencia conversan sobre sus vidas y la difícil adaptación de los inmigrantes

Laye Diack es tabiquero. Trabaja a destajo: a tanto el metro cuadrado. Nada de parar a almorzar una hora y otra para comer, como los obreros o jornaleros de toda la vida. "Empiezo a las siete de la mañana y acabo a las siete de la tarde. Apenas paro. Como rápido, me fumo un cigarro y vuelta a empezar", cuenta Laye, un senegalés de 29 años que lleva unos cuatro en Valencia.

Muy delgado y nervioso, "muy nervioso", Laye prevé que con su nuevo contrato podrá ganar al mes entre 1.800 y 2.000 euros. El suficiente dinero para alquilarse un piso y abandonar la habitación que le subarrienda un matrimonio ecuatoriano por 160 euros al mes. Eso, siempre que encuentre un propietario distinto al último con el que trató. "Cuando llegué y vio que era negro, me dijo que se había olvidado las llaves", explica Laye en un claro español. "Me di la vuelta y me fui. ¿Qué puedo hacer? Era una persona mayor, me miraba de arriba abajo... Si llega a ser un tío joven, le digo de todo". De todo le dijo al chófer de un autobús que se negó a abrirle la puerta cuando había llegado a su destino. "Me pidió el billete de malos modos. Al final acabé tirándole los dos bonobuses que llevaba, uno casi gastado con el que había pagado el trayecto, y otro nuevo a la cara".

Laye disfruta de un estatus que muchos de sus compatriotas quisieran alcanzar. Es oficial de primera después de haber trabajado muchos años como peón. Tiene la suficiente experiencia para aconsejar a otros africanos. Como a Sylla Ousmane, un marfileño de 33 años que llegó a España como refugiado político. "¡Olvídate de los cursos de fontanería!, haz uno de técnico en aire acondicionado. Ahí está el futuro".

Sylla estudió enfermería en Marruecos. También tiene estudios de Derecho y habla varios idiomas. Como Laye, tiene los papeles en regla. Su vida en España no ha sido fácil. Añora a su familia, que permanece en Costa de Marfil. Hace poco presentó la baja voluntaria en una residencia de ancianos de Valencia. "Vi que afeitaban a varios con la misma cuchilla. No me pareció bien y me fui", cuenta después de relatar su experiencia en los campos de naranjas de La Ribera, donde el jornal depende de los capazos recogidos. Y de la honradez del encargado, el mediador entre el dueño de las tierras y los empleados. "El encargado te cobra el transporte y las herramientas, unos seis euros al día", cuenta. Sylla explica que la captación se produce en los locutorios y los encargados suelen ser de origen suramericano, principalmente ecuatorianos.

Este choque de culturas y costumbres suele ser un polvorín, según desvela Sylla: "Yo tuve una vez un encargado ruso que con el dinero de todos compraba botellas de alcohol en las gasolineras. El único que bebía era él".

Sylla afirma que en España hay "mucho racismo". "Hay que vivir el día a día", abunda Laye; "cuando llevas aquí muchos años aprendes a convivir con la intolencia de la gente. Yo ya paso. Si me dicen negro en tono despectivo, ni me giro. No vale la pena. Te resignas. Esto es una mierda". "Sería ingrato", matiza Sylla, "decir que no estoy bien en el país que me acogió cuando salí del mío, pero no puedo obviar el racismo de la gente. El día a día es duro". "Simplemente por ser negro", cuenta Laye, "me han pedido de todo por la calle: cocaína, heroína...".

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La actual situación de Yaya, otro marfileño, es más cruda y remite a lo vivido por otros compatriotas. "Yo ya pasé por ahí", asevera Laye. Tras no cumplir los requisitos en el último proceso de regularización, Yaya está sin papeles. Mira y escucha, a la espera de que algún paisano le alquile los papeles, una práctica habitual entre los inmigrantes.

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