Cataclismo en Europa: ¿estímulo o paralización?
Con una elevada participación electoral, dos de los seis países fundadores han expresado un abrumador no democrático al primer borrador constitucional europeo -se ha producido un auténtico cataclismo, el peor de los casos imaginable- y Jean-Claude Juncker lo comenta con estas sabias palabras: "La Europa de hoy ya no provoca ilusión y sueños en la gente. La gente no quiere a Europa tal y como es y por eso rechaza esa Europa que propone la Constitución". El diagnóstico omite una cosa: una Constitución ilegible no puede estimular la fantasía. Y una razón por la que el borrador es ilegible es que se atiene al inextricable ovillo existente de tratados internacionales y no representa una estructura transparente de normas fundamentales, como suele ser una verdadera Constitución. Pero hay otra razón más profunda de su ilegibilidad: falta la perspectiva que podría facilitar el reconocimiento de la razón por la que Europa necesita ahora una Constitución.
En vez de aprovecharse de las elecciones europeas para tratar asuntos nacionales, habría sido mejor proponer la tan implorada "finalité" o el porqué del proceso de unificación como base del debate: ¿Queremos alcanzar una Europa capaz de actuar a nivel político hacia dentro y fuera? ¿O acaso los acuerdos intergubernamentales bastan para eliminar los frenos que obstaculizan una competencia que mejore las condiciones de crecimiento en un mercado unificado? ¿Profundización o ampliación sin profundización? ¿Debe Europa reunir fuerzas para ejercer su influencia sobre el régimen económico internacional o va a dejar que se le escapen las numerosas opciones que hay entre un Estado de bienestar burocrático y un radicalismo competitivo, al dejarse llevar por la corriente de una globalización no regulada?
Ciertamente una Constitución debe ofrecer sólo el marco institucional en el que se pueda discutir acerca de alternativas políticas. ¿Acaso se puede mezclar el mismo proceso constituyente con el debate sobre temas políticos concretos? Las constituciones supranacionales hoy ya no nacen de un acto revolucionario o de la noche a la mañana, como sus modelos clásicos, se crean a lo largo de décadas. Por suerte, los ciudadanos viven ya en Estados que garantizan las libertades fundamentales. Por tanto, lo esencial del proceso no es impulsado por los ciudadanos, sino por Gobiernos electos. Mientras que todos sacaban provecho, los ciudadanos estaban contentos. Durante mucho tiempo el proyecto pudo obtener la legitimación gracias a sus propios resultados. Pero en tiempos de cambios económicos a escala mundial se avecinan conflictos de reparto en la Europa compleja de los 25 en la que este tipo de legitimación por resultados ya no basta. Ahora los ciudadanos quieren saber adónde va a llevar este proyecto que influye a diario en su vida. La unificación europea, si pretende obtener el apoyo de los ciudadanos, tiene que ir de la mano de una perspectiva política.
El fracaso de los referendos ha servido de detonante para el debate acerca de esta perspectiva. Seguramente los políticos no han sabido definir el sujeto del debate claramente y a tiempo. No querían poner en peligro la solución burocrática de un acuerdo desde arriba, mucho más cómoda, por culpa de un tema controvertido. El terreno europeo ya está seriamente minado por los intereses contrapuestos de los países miembros más ricos y más pobres, los más grandes y los más pequeños, los más antiguos y los más nuevos. También los mitos de las historias nacionales contrapuestas han dejado sus profundas huellas. Los políticos tuvieron sus razones para rehuir el debate público acerca del objetivo de la construcción europea. Ahora sus bases electorales les devuelven la basura que durante años les han estado barriendo debajo de sus alfombras y, como muestra de terca protesta, se la han colocado amontonada delante de su portal.
La alegría sobre el triunfo, ya sea expresa o inconfesada, sobre las consecuencias que se esperaban del no, dice más sobre el debate que se ha eludido que los sentimientos ambivalentes y las variadas razones de los propios votantes del no. Después de conocerse el resultado de las elecciones en Francia, en Holanda los seguidores xenófobos de Fortuyn unieron sus voces a los del líder neoconservador de Washington, Bill Kris-tol, para gritar maliciosamente "Vive la France". Unos ahora buscan aislarse en la burbuja de sus formas de vida nacionales, mientras otros se alegran por el derrumbamiento de la resistencia de la antigua Europa contra la expansión impulsada dinámicamente de los mercados globalizados y de las libres elecciones. Se trata de oscilaciones extremas del péndulo. Pero no son los extremis-tas los únicos que están satisfechos con el resultado de los referendos. Los defensores del Estado-nación o nacionalistas lo están por razones equivocadas, los defensores del mercado liberal, por razones correctas.
Muchos temen que prosiga la transferencia de derechos de soberanía al ámbito europeo. Lanzan la consigna de que los Estados Unidos de Europa no pueden existir, ya que no ven que haya un "pueblo europeo". Los soberanistas creen que el tipo de solidaridad que un Estado constitucional realmente exige de sus ciudadanos sólo puede existir en la forma tradicional de una conciencia nacional fuertemente unida. Mantienen la confianza ilusoria en la viabilidad de un Estado-nación que hace tiempo que tuvo que renunciar a recaudar impuestos de sus empresas más rentables. En contraste con ello, parece más realista la satisfacción furtiva de los liberales de mercado, cuyo máximo temor lo constituyen las intervenciones del poder estatal que limitan el desarrollo del capitalismo.
La Constitución habría aumentado la capacidad de acción política de las instituciones europeas y habría sometido a éstas a un mayor compromiso de legitimación. Desde un punto de vista neoliberal, lo uno sólo lleva a decisiones equivocadas, mientras que lo otro perturba el mecanismo de los mercados autorregulados. El ejercicio de las libertades fundamentales en el ámbito económico, la creación del Mercado Común, del Pacto de Estabilidad y de la Unión Monetaria significa haber alcanzado el objetivo deseado. Del resto ya se ocupan el comisario de la Competencia en Bruselas y los jueces del Tribunal Europeo. Los neoliberales pueden vivir muy contentos con los Tratados de Niza.
Tony Blair suspende el proceso de ratificación y los demás también lo harán. El estigma del fracaso no corresponderá a Gran Bretaña -como cabía esperar-, sino a Francia. Blair, que en julio va a ocupar la presidencia, puede contar con que las reservas británicas ante la integración europea próximamente van a encontrar apoyopor parte del Gobierno francés y del alemán. Después del fin del Gabinete de Villepin, Nicolas Sarkozy cambiará su rumbo hacia la vía anglosajona. ¿Y cabe esperar otra cosa de Angela Merkel?
En Berlín nos han colado a un presidente partidario del liberalismo económico, en Bruselas, a un presidente de la Comisión desvaído y de poco carácter. El populismo de Merkel en el tema de la adhesión de Turquía tampoco la muestra como una europeísta ferviente. No se puede olvidar su actuación en aquel ritual embarazoso de sumisión al Gobierno belicista en Washington. Se puede entender el repentino interés hacia Europa por parte de los halcones republicanos como Newt Gingrich, pues el escenario más probable es que nuestro continente, unido económicamente, pero desmoronándose como unidad política, pierda su rumbo y vaya viéndose atraído hacia la esfera social y política de la potencia hegemónica.
El desarrollo previsible seguramente es una bofetada en el rostro de los electores. Su protesta iba dirigida hacia la totalidad de la clase política. En ella se manifiesta el impulso democrático de detener un proceso que pasa por encima de los electores ignorándolos, o al menos interrumpirlo por un instante. Las expresiones democráticas de los recientes referendos no se pueden dejar de lado mostrando arrogancia, y mucho menos considerarlas como una patología. Igualmente fuera de lugar está la negación global de la oportunidad de los plebiscitos. Éstos son un elemento corrector de carácter curativo e incluso necesario para un Poder Ejecutivo anquilosado que tiende a paralizar la interacción entre Gobierno y oposición. Cuando los electores se sintieron sin representación adecuada, tuvieron una buena razón para oponerse al régimen carente de oposición en Bruselas.
Cualesquiera que hayan sido los motivos, ¿lo que los ciudadanos querían alcanzar con su no era tan irrazonable? En cualquier caso, si se toma al pie de la letra la explicación de los noes socialistas franceses, los votos de una mayoría de los electores no iban dirigidos contra la continuación del proceso de construcción europea. En definitiva, el voto significa un "así no". El "¿entonces cómo?" es una pregunta que no se puede responder mediante un plebiscito.
Una profundización de la Unión Europea con el objetivo de la estabilización y suavización de los efectos de la política de la Unión Monetaria mediante una armonización sucesiva de la política fiscal, social y económica de los países miembros ofrece la perspectiva de recobrar en ese ámbito la capacidad de actuación que los Estados-nación habían perdido. También en el mundo occidental, que inició la modernización capitalista y que sigue dándole impulso, tiene que haber espacio para varios modelos de sociedad. Si hay algo que se puede interpretar con certeza del voto electoral, es el siguiente mensaje: no todas las naciones occidentales están dispuestas a asumir en sus países y a nivel mundial los costes culturales y sociales de la pérdida de un equilibrio de bienestar que los neoliberales les están proponiendo como precio para lograr un aumento del bienestar más rápido.
No obstante, un mero proteccionismo europeo se queda corto. El desarrollo de la capacidad de actuación legitimada democráticamente de nuestras instituciones en Bruselas y en Estrasburgo tiene que combinarse con el objetivo de acentuar visiones cosmopolitas para establecer otro orden internacional. También tenemos que tener valor para hacer frente a la perspectiva de contribuir a hacer de las promesas eufemísticas de una "gobernanza global" una política interior bien estructurada a nivel mundial.
Quien pretenda ver en esta agenda, que de nuevo deja a las personas "soñar con Europa", una actitud antiamericana, ha perdido el contacto con nuestros amigos americanos. Mis amigos no se sienten representados por Bill Kristol y Newt Gingrich. Están desesperados al ver una Unión Europea que está a punto de firmar su propia liquidación. No tenemos más remedio que emitir nuestra opinión acerca de este choque cultural que hoy divide en dos a América, la azul y la roja. Y tampoco nos conviene cerrar los ojos ante ello.
La combinación del proceso constituyente con una cierta perspectiva política no significa prede-terminar una policy, una línea política anclada en la misma Constitución. Por el contrario, una pro-fundización de la Unión Política llevaría a superar el estancamiento de los acuerdos intergubernamentales tomados unánimemente y devolverles a los ciudadanos europeos voz y voto. Sería entonces cuando se crearían nuevos espacios para la competencia abierta en cuanto al rumbo político fundamental de la Unión. Hoy la UE se está paralizando por el conflicto pendiente y no solucionado entre objetivos incompatibles. Las instituciones europeas tienen que internalizar y liberar simultáneamente este debate hacia el exterior para que se encuentren soluciones productivas.
El procedimiento para esta alternativa a la fuerza natural de las circunstancias existentes está previsto en los artículos 43 y 44 del Tratado de Niza. Según éste, algunos miembros fundadores podrían tomar la iniciativa para saber si los Estados que integran la Unión Monetaria estarían a favor de una "cooperación reforzada". Las reglas de este tipo de cooperación podrían mostrarle el camino a una futura Constitución. Las normas vigentes para una cooperación más estrecha de al menos ocho Estados miembros son menos restrictivas que las correspondientes reglas en el borrador constituyente. Dado que "según el artículo 43b esta práctica tiene que ser accesible para todos los Estados", los otros Estados miembros no podrían interpretar semejante actuación como una exclusión, sino como un llamamiento a adoptar una postura y, en su caso, unirse a la profundización de la Unión tan enérgicamente iniciada. Así se podría evitar que los gobiernos pasaran a ocuparse del orden del día y no hicieran caso de la voluntad democrática de los ciudadanos europeos.
Las situaciones maduras para la toma de decisiones claramente necesitan personas dispuestas a aprovechar esa oportunidad, por pequeña que sea. Jean-Claude Juncker tendría la categoría y la voluntad. Pero le falta el poder. Zapatero no lleva bastante tiempo en este negocio, y de Berlusco-ni mejor ni hablemos. Chirac y Schröder, los candidatos naturales, están entre la espada y la pa-red en su ámbito de política nacional respectivo. A veces de la desesperación nace una fuerza y un valor insospechados. Schröder y Fischer no pueden ganar las elecciones con el tema de Europa. Pero si utilizaran la campaña electoral para manifestar una alternativa más esperanzadora al escenario paralizante de la marcha rutinaria y carente de rumbo actual, señalarían un camino y su salida del poder tendría al menos un sentido. En la historia, los grandes cambios no acaecen sin actos simbólicos, sin señales que se convierten en una referencia para las generaciones venideras y les dan un respaldo para su futuro.
Jürgen Habermas es filósofo alemán, ganador del Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003. Traducción de TISSA. © Suddeutsche Zeitung, 2005.
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