El mal francés
No es sólo le malaise, como suele decirse, el malestar, sino algo mucho peor porque no se trata de un estado del alma, la melancolía de un poder declinante lo que hoy aqueja a la opinión francesa; sin duda el no en el referéndum sobre la Constitución europea obedecía a variadas motivaciones, desde el soberanismo más cerril al espejismo de una comunidad de izquierdas, pero su base común es un mal de Europa, con poderosas razones para existir. La superestructura de esa grave desazón puede estar alimentada por la antipatía al empirismo anglosajón, a la confianza calvinista en los poderes naturales del mercado; seguramente queda lo bastante de Revolución Francesa para que se mantenga la fe en la ley para la construcción de la realidad, en lugar de dejar a ésta que busque por sí sola el punto de equilibrio; porque ¿qué puede ser la izquierda a comienzos del siglo XXI, sino una creencia en la capacidad del Estado para regular el reparto de las cosas? Pero eso no pasa de ser una excusa, con base real pero insuficiente, para no reconocer otras frustraciones.
Francia, y en menor medida Alemania, necesitaban una Europa manejable y de dimensión apropiada; aquella en la que la pareja fraguada por la victoria aliada en la II Guerra podía no sólo liderar, sino medir, abarcar con su iniciativa exterior y su consistencia económica el resto de la Unión. Y, en cambio, París se encuentra con una accesión de 10 Estados que minimiza la presencia de la lengua francesa, hace la gobernación del conjunto una opción de diván psiquiátrico, y, sobre todo, como ha demostrado la guerra de Irak, que inclina gravemente la balanza en favor de EE UU. Cuando el presidente francés, Jacques Chirac, dijo a los Gobiernos del Este de Europa, que con la Carta de los Ocho anunciaban su alineamiento con Washington ante el conflicto iraquí, que habían perdido una excelente ocasión de callarse, expresaba la misma decepción que ha llevado al triunfo del no. Chirac era un votante del sí, cuyo subconsciente se sentía muy cómodo en los dominios del no.
Francia se siente traicionada por Europa y reclama lo que no puede ser; tanto el repliegue chovinista del xenófobo Le Pen, como el repliegue de una izquierda que se declara más europeísta que la propia Constitución. Y esa protesta, enferma de Europa, se unifica en un aspecto práctico: su actitud contraria al establishment. Todos los medios de comunicación, los líderes políticos a excepción de la tropilla que siguió al socialista Laurent Fabius, y hasta la última de las fuerzas económicas nacionales bombardearon sin cesar al paisanaje con la necesidad de votar que sí. Y ante ello obró, de nuevo, un reflejo tipo Revolución Francesa. ¡Qué mayor placer, qué mayor gesta que la de este súbito Tercer Estado que se rebelaba contra los culottes dorées, con la sola emisión de un sufragio que les daba a todos ellos con Francia en los morros!
Junto al francés, el no de Holanda tiene poca historia. Demasiados inmigrantes que no se pliegan al modo de vida neerlandés; una calle de repente bronca y atezada. Pero es el síntoma de una grogne que amenaza con hacer metástasis continental. En Dinamarca progresa el no; en el Reino Unido, con alivio, dan por muerta la Constitución; la Europa del Este puede empezar a interrogarse sobre si lo mejor es dar gusto a Estados Unidos, olvidándose de querer demasiada Unión Europea; e incluso España no parece tan ejemplar, si recordamos que sólo votó el 42% de su electorado. El mal francés no es exportable porque sus razones son genuinamente hexagonales, pero sí contagioso, aunque se base en cada caso en patologías diferentes.
Francia teme su inmersión en una Europa múltiplo de sí misma en la que no se respeten las jerarquías históricas; en la que para dar un paso haya que votar una docena de veces sí con el pie derecho o el izquierdo; en la que el turco haga su ingreso, cargado de maletas de cartón y un billete para el Oeste, además de sabedor de que su alianza fundamental siempre habrá de ser la norteamericana. Pierre Bourdieu dijo en una ocasión a EL PAÍS que países como Francia o España querían construir Europa para volver a ser imperio y contar en el mundo. Pero, hoy, Francia parece creer que ése era el camino equivocado.
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