Billetes de tren
Metida en los grandes mapas, absorbida por las vías de la alta velocidad, secuestrada por políticos locales que le solicitan apoyo para caprichos tranviarios, acechada por los ecologistas que luchan por librar al medio ambiente de los ataques del camino del tren arrollador, la ministra de Fomento no tendría tiempo de comprar un billete de tren como cualquier ciudadano, en caso de que lo necesitara, ni le desearía yo que se hallara en ese trance si de ser una vecina madrileña del común no tuviera quien le fuera a por el tique a la estación de Atocha. Y tampoco es que uno desee que la titular de las infraestructuras abandone el futuro y deje de recibir a los presidentes de las autonomías que le requieren que el AVE les llegue hasta la puerta para entrar en la vida cotidiana y dedicar una tarde a comprarse un billete. Y menos que tenga que pagar por lo que seguramente le dan gratis. Al fin y al cabo, no le pide uno que cuando viene la nieve a destajo, coja su propio coche y se someta voluntariamente a un secuestro a la intemperie para comprobar de cerca cómo sufre un vulgar ciudadano atascado que sufre más por eso que por la financiación autonómica o por la España federal. Pero si un lunes de mayo -el pasado día 23, por ejemplo- doña Magdalena Álvarez hubiera necesitado comprar en Madrid un billete de tren para salir de esta Villa a la mañana siguiente, y después de comprobar que en el centro de la capital ya no queda una oficina de Renfe, que las han cerrado todas, se hubiera dirigido por fuerza a Atocha, hubiera podido comprobar allí lo difícil que es algo, aparentemente tan sencillo, como comprar un billete de tren en la Europa del siglo XXI.
Tras recoger sin dificultad un número en el turno de compra, no sé si los nervios de la ministra habrían tolerado la confirmación de que sólo dos horas y pico más tarde, en medio del sofoco que los vapores de la calorina de la estación nos producen, que aquello es un baño turco, tendría la posibilidad de acceder a una ventanilla para ser despachada. Celosa de su tiempo, seguramente preocupada por llegar a una cena concertada o a dormir en casa a hora prudente, le hubiera sido dado admirar con qué paciencia los que la han votado y los que no admitían el sacrificio, bajo la mirada resignada de una simpática azafata, que ponía la sonrisa como escudo ante un acalorado sufridor en el que apuntaba, no sin razón, la cólera. Pero ahí no acaba todo: de tratarse de una línea principal la elegida por la ministra -pongamos por caso, Madrid-Sevilla o Madrid-Valencia- le cabría el privilegio de acceder a una máquina ordenador para que le fuera dispensado el billete, pero si la línea no era considerada principal -Madrid-Castellón, por ejemplo-, la máquina no querría saber nada de la ministra, para su desencanto y el de la azafata que le había indicado esta solución. Además, es de suponer que la ministra, mujer joven y moderna, se maneje muy familiarmente con los ordenadores, pero ése no era el caso de una madura dama de Brunete a la que ofrecí un kleenex para sus lágrimas. La señora lloraba de impotencia ante la máquina en todo aquel proceso en el que una joven le ayudaba, pero no contó con la falta de sensibilidad del artilugio que, en el último momento, a la hora de pagar, se negó a leer la banda magnética de su tarjeta de crédito.
También entré en conversación con una señora de Alcobendas, atribulada por no poder estar al día siguiente en una fiesta familiar en Sagunto, pero hay que decir que ésta se encerró en su desgracia y en ningún momento deseó que la viviera la ministra responsable de los trenes. Quise contribuir a aumentar su desconsuelo informándole de lo que se perdía: viajar en un cómodo tren, atendida por un personal amable y eficiente, pero no quiso entrar al trapo, ni me preguntó de qué modo se expenden los billetes en Tanzania. Ya habíamos dado el sí a la Constitución europea, con lo que tampoco pude convencerla de lo que vale un no para fastidiar al que te fastidia, que es la última forma de protesta para acabar con abusos como éste. A ella no se le ocurría relacionar su pequeña desgracia con un mal funcionamiento del país. Votante del PP, pensaba que lo que le sucedía no era tan malo cuando ni Acebes ni Zaplana le preguntan a la ministra en el Congreso por estas menudencias. Creo que dio por bueno quedarse sin viajar, al considerar que más grave es que se rompa España que morirte de cansancio y de calor en una estación de tren y que la autopsia no revele después, para colmo, que fue Renfe la culpable.
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