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Columna
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La cama

Van a legislar sobre la situación de las personas que tienen a su cargo el cuidado de otras: algo hay que hacer en favor de esa gente que se echa a las espaldas la carga de ayudarles a mantenerse dignamente en la vida a otras personas a las que algún tipo de enfermedad ha convertido en dependientes. En el laberinto en que se ha convertido la teoría del Estado, uno no sabe bien a qué cuenta hay que apuntar estas buenas obras: ¿es un paternalismo por el que el Estado se subroga en el lugar del poder de la Iglesia y por caridad se hace cargo de los dolientes? ¿O es un avance social que forma parte del compromiso implícito por el que nosotros soportamos al Estado -en todos los sentidos- a cambio de que él nos asegure la posibilidad de ser meramente individuos? La verdad es que, en todo caso, el Gobierno que ahora tenemos por lo menos está haciendo cosas que tienen en cuenta a gente a la que normalmente la derecha despacha con un escupitajo; y puede que este Gobierno -pobre también él, eso no hay que olvidarlo- sólo pueda ser de izquierdas en cosas como ésta de los dolientes y los dependientes, y hasta cierto punto.

Dice el movimiento feminista que una lección que las mujeres aprenden desde la cuna y que los hombres ignoran toda la vida consiste en que la mitad de la vida es cuidado. Y eso implica otra cosa: que el movimiento feminista ha asestado un golpe mortal a la idea de independencia -con lo que arrastra: autosuficiencia, competitividad, asimilación de la dialéctica amigo/enemigo- que va en el código genético del individualismo moderno, que es masculino en el peor sentido de la palabra. La cuestión es tan sencilla como esto: ningún individuo moderno, desde Cronwell para abajo, habría sobrevivido sin la relación de dependencia que en el inicio de su vida estableció con su madre. Y ningún individuo moderno ha sacado adelante su vidilla sin que en algún momento decisivo alguien haya tenido cuidado de él, se ha haya hecho cargo de su maltrecha épica masculina. Luego, tanto la madre como el padre, se convierten en un estorbo para la identidad personal, propia y exclusiva, que creemos tener a nuestro alcance, la vida independiente que por fin es posible. Pero nadie olvida.

Sin ese proceso de llegar ser individuos independientes, nunca seríamos nadie. Pero sin la conciencia de que al principio y al final de la vida somos individuos dependientes cuya vida está en manos del milagro del cuidado de alguien, somos, además de unos canallas, estúpidos de peso pesado. En los periódicos aparecen, por ejemplo, cartas de madres que tienen dos hijas con trastornos que hacen que una viva de día y la otra esté despierta de noche: la vida de esa madre es una injusticia que nadie puede remediar, pero el Estado está más obligado con ella que con las empresas del monopolio eléctrico que tienen que salir al mercado. Las leyes pueden hacer poco, pero no podemos renunciar a lo que pueden hacer las leyes. Y justamente por eso es imprescindible que nosotros nos hagamos cargo de la necesidad del milagro.

La verdad es que, hoy por hoy, confío más en ese milagro que puede hacer el amor, el cuidado que no deja de estar, con la mano tendida, a un lado de la cama.

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