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Columna
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Pararlos o no pararlos

Javier Marías

Lo siento, pero no puedo evitar sorprenderme. Hace un par de semanas, doce o quince zánganos derribaron una valla y se metieron en el campo de entrenamientos del Atlético de Madrid, en el que se ejercitaban los jugadores, acompañados por el cuerpo técnico y algunos periodistas, que filmaron el incidente. Encabezados por un chulángano con traje, corbata y un pasamontañas rojiblanco, se aproximaron a los futbolistas con parsimonia y andares desafiantes, y en las imágenes televisivas se aprecia que el chulángano llevaba, escondido en una pernera del pantalón, un palo largo, quizá un bate de baseball. No sólo él, varios más iban embozados, así que sus intenciones camorristas se veían a la legua. Y se pusieron a insultar gravemente a los futbolistas y a su entrenador, Ferrando. Lo que pasó a continuación puede que fuera lo más sensato y conveniente, pero no me lo explico mucho y me dejó un gran malestar. Los jugadores y Ferrando oyeron como si nada la sarta de injurias ("hijos de puta", "basura", "paleto, vete a tu pueblo") y de amenazas ("os vamos a matar"). El guardameta Leo Franco y el delantero Torres intentaron dialogar con las malas bestias, obviamente sin resultado, ya que éstas siguieron en su actitud. Luego, cuando estaban allí trabajando interrumpieron la sesión y se retiraron cabizbajos a los vestuarios, por el capricho de los doce o quince violentos. Sólo el preparador de porteros, Miguel Bastón, les contestó. La reacción del chulángano, envalentonado por la ausencia de oposición a su avasallamiento, fue insultar más y amenazar a este señor: "Como te vuelvas a encarar", le dijo, "te voy a moler a hostias, payaso; no vuelves a vivir en tu puta vida", algo redundante y sin sentido y que habla a las claras de su ínfimo nivel mental.

No sé. Yo entiendo que, ante un grupo de matones (no los hay sólo en los colegios, de ellos hablé hace una semana), uno se achante si está solo o poco o mal acompañado. En estas situaciones lo primero que uno hace -es instantáneo, se tarda un segundo- es medir sus fuerzas y las del contrario, y no seré yo quien reproche a nadie retirarse o salir por piernas, si es lo aconsejable: las más de las veces, lo que importa es poder contarlo; pero no siempre, y menos aún cuando las fuerzas están parejas o las de uno son superiores. Sobre aquella hierba había una veintena de mocetones, la plantilla al completo del Atleti. Todos jóvenes, resistentes, deportistas, fuertes. Hay una ley para mí incomprensible e injusta que obliga a quienes actúan ante el público (futbolistas, toreros) a aguantar sin rechistar las mayores barbaridades que la gente, amparada en la masa y el anonimato -luego cobardemente-, les suelta cuando están sobre el césped o la arena. Es más, si alguno de esos profesionales responde con un gesto, una palabra, o no digamos un bofetón, el castigado será él. Recuerdo haber escrito hace años un artículo defendiendo al jugador francés Cantona, que se la cargó por individualizar a esa masa desaforada e impune y propinarle un puntapié a un sujeto vociferante. Le cayó una sanción tremenda, y yo argumentaba que, de haber visto esa escena en una película, lo más probable es que todos hubiéramos prorrumpido en aplausos cuando Cantona le dio su merecido al gamberro. Supongo que esa ley considera que, en un estudio o en una plaza a rebosar, hay que evitar a toda costa exacerbar los ánimos de la masa, para evitar posibles catástrofes. Uno debe soportar lo que sea para no poner en peligro a todos.

Pero en este episodio no había público ni masa, sólo los jugadores, los técnicos, cuatro periodistas y cinco aficionados. Y sin embargo, todos callaron y se fueron con la cabeza gacha, permitieron a los zánganos salirse con la suya. Tal vez fuera lo más prudente, digo, pero no estoy seguro de que fuera lo mejor. Porque lo peor que puede hacerse con los violentos es no hacerles frente cuando hacérselo es posible (cuando no, no digo nada). Así empezó ETA, así empezaron sus cachorros de Jarrai y se pasaron largos años quemando autobuses y pegando palizas con impunidad; así los camisas negras fascistas, los camisas azules falangistas y los camisas pardas nazis, y ya sabemos hasta dónde llegaron. Bien, tengo mis dudas; pero en cambio no las tengo sobre lo disparatado y errado de las palabras posteriores del entrenador Ferrando, sobre todo porque temo que mucha gente, por confusa o por amedrentada, hoy las suscribiría: "Yo comprendo que haya gente enfadada … Estamos en un país democrático, y todos son libres de expresar su opinión". ¿Opinión? Gritar "hijo de puta" y "cabrón" y amenazar de muerte no son nunca opiniones. Son palabras con peso, graves, son intolerables agresiones verbales. Por este camino -la justificación que se disfraza de tolerancia-, alguien podría haber dicho en 1933: "Cada uno puede opinar lo que quiera, y si no les gustan los judíos, ¿por qué no van a poder llamarlos cerdos y ratas, y tildarlos de infrahumanos?" No estaré a tono con estos tiempos de pacifismos exagerados, pero creo que lo más dañino que puede hacerse ante ciertos abusos es no pararlos.

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