La meca playera de Brasil
230 kilómetros de arenales vírgenes en la hospitalaria región de Alagoas
El Estado de Alagoas es uno de los más pobres de Brasil. En compensación, los dioses le han regalado 230 kilómetros de playas aún vírgenes que comienzan a ser destino de un turismo diferenciado: el que busca, más allá del confort de los grandes resorts, el encuentro con la naturaleza. Situada en el noreste de Brasil, la belleza natural de Alagoas -con la dulzura innata de sus gentes- se multiplica en un mar que refleja una docena de tonalidades de verdes y azules. Aguas a 26 grados de temperatura a cualquier hora del día y de la noche, al estar abrigadas por inmensos arrecifes de coral. En esas playas, la temperatura no supera los 30 grados ni en pleno verano (enero y febrero), y en inverno no baja de los 20.
Uno de los rincones que han comenzado a ser descubiertos por extranjeros y brasileños es Japaratinga, pueblo de pescadores y nombre indígena al norte de la región. Para acceder allí, un lugar que ya había sido punto de pasaje de los holandeses durante la invasión a Brasil en el siglo XVII, hay que armarse de paciencia. Pero cuando se llega, uno tiene la sensación de haber hecho un viaje hacia atrás en el tiempo para presenciar, por arte de magia, la vida de gentes generosas que siguen pescando y viviendo como hace siglos.
1 Cabañas entre cocoteros
La Pousada Doze Cabanas, a cuatro kilómetros del pueblo de Japaratinga, abrió hace poco más de dos años y ya se la rifan los visitantes. Es la más espartana de todas, pero hechiza enseguida. Su creador es el joven ex empresario de Recife Fred Araújo, un surfista que vendió sus posesiones para construir junto a la playa 12 cabañas de 15 metros cuadrados cada una con techo de hojas de cocotero en un espacio de 5.000 metros cuadrados. Las zonas comunes son sencillas y acogedoras. Mimetizadas con un bosque de cocoteros de 30 metros de altura y con más de 70 años de vida, las cabañas cuentan sólo con lo indispensable, aunque no les falta ni aire acondicionado, ventilador de techo, nevera o una buena ducha. Se puede literalmente saltar de la cama en traje de baño a las cinco de la madrugada, la hora en que el sol nace sobre el mar, para zambullirse en unas aguas más calientes que el ambiente exterior.
No hay que buscar televisión, ni teléfono, ni vídeos. Eso se puede encontrar a pocos kilómetros de Japaratinga; por ejemplo, en la Pousada do Toque, en São Miguel dos Milagres. La filosofía de Fred Araújo es otra: "Menos es más". Lo que ofrece al huésped es poder ver la luz de la luna desparramada sobre el mar y los arrecifes de corales, escuchar la música de los cocoteros movidos por el viento y observar el brillo de las estrellas en las noche sin luna.
Palpar el silencio, sin músicas, y pasear kilómetros, sin encontrar a nadie, por unas playas que cada seis horas el mar siembra de conchas y corales. Los que llegan hasta allí tienen la sensación de hallarse en la casa de un amigo más que en un hotel. Cada uno puede llevarse bebidas y aperitivos a su gusto, y si un pescador le regala unos peces vivos o unos pulpos arrancados de las rocas, puede ir a la cocina y guisárselos a su gusto. Después, el equipo de Fred, todos locales, prepara en la puerta de la cabaña una mesita para saborear la comida, sin costo adicional.
De esa playa -de la que cada seis horas las aguas se retiran más de un kilómetro hasta los arrecifes de coral, dejando piscinas naturales de una transparencia increíble y permitiendo a niños y mayores pasear por el fondo del mar como por un campo de arena inmaculada- parten a las cuatro de la madrugada los pescadores con sus famosas jangadas, que más que barquitos son unas tablas planas por ambas partes de tres metros de largo por 1,20 de ancho. Son como una nuez en el océano. Una nuez con una vela que ellos mismos se construyen.
Como hace siglos, en ellas salen los pescadores adentrándose varios kilómetros en alta mar -más allá de los arrecifes- para volver después de horas con un puñado de peces. Algunos, los más pobres, sólo salen con la luna llena porque no pueden costearse un candil de queroseno. Las jangadas se accionan con unas varas de madera dura y flexible a la vez, parecido a como se manejan las góndolas de Venecia.
Cuando en uno de esos atardeceres de fuego que tiñen de sangre las aguas verdes del día se tiene la suerte de entablar conversación con un viejo pescador que vuelve del mar, es todo un festín. Escuchándoles, uno advierte los ecos de tiempos perdidos, tiempos sin prisas. Uno de ellos es Petrucio, de 58 años. Tiene siete hijos, más uno adoptado. "Todos han estudiado", dice, "para que no sean analfabetos como su padre". Cuando salía solo con su minúscula embarcación para pescar con anzuelo, dijo con humor: "Esta jangada es la oficina en la que trabajo desde los seis años".
En realidad, no es verdad que Petrucio sea analfabeto, pero aprendió a leer y escribir de una forma muy curiosa. Pidió al dueño de una escuela privada que le dejara asistir algunos ratos libres a las clases, "desde la ventana, sólo para escuchar, sin libro ni cuaderno". Y aprendió.
2 Sobre el horizonte
Otro aventurero que vendió sus bienes de familia para levantar una pousada en Japaratinga es Leopoldo Amaral, conocido como Leopoldinho, hijo de una familia de hacenderos de Alagoas y Pernambuco, que antes había recorrido el mundo trabajando en una agencia de viajes. Su hotelito, llamado Pousada do Alto, a tres kilómetros de la Pousada Doze Cabanas, es una propuesta diferente y original. Está en lo alto de un montículo, con la vista, sin duda, más espectacular de toda la costa de los corales de Alagoas. Tiene sólo 10 habitaciones y está encuadrada en una finca familiar de más de 150 hectáreas. Construida por una arquitecta muy osada, el proyecto resulta de gran impacto: parece un barco transatlántico sobre el océano; da al huésped la sensación de estar navegando.
En un ambiente onírico, con tortugas exóticas moviéndose lentas por la proa de la pousada, este lugar tampoco tiene pinta de hotel. Es una casa amueblada con todo lo que la familia tenía en una famosa finca de Pernambuco. Le sobra por todas partes gusto y refinamiento, que contrasta positivamente con el ambiente cordial y amistoso creado por Leopoldinho.
La piscina de la Pousada do Alto, hacienda cuyo único inconveniente es el de no estar a la vera de la playa, se ha inaugurado hace poco. Es, según la prensa local, "la piscina de horizonte infinito". En otro alarde y desafío arquitectónico, acaba sobre un mirador que se asoma y se pierde en el océano.
3 Cocina 'gourmet'
Japaratinga, que vista desde lo alto de la pousada de Leopoldinho parece un nido incrustado en una selva de cocoteros tan extensa como inabarcable a simple vista, posee otro milagro. La sencilla localidad, que no cuenta ni con taxis (sólo circula un puñado de moto-taxis), se está haciendo célebre porque otra de las pousadas de encanto, la de Estalagem Caiuia -de nombre indígena, con sólo seis habitaciones y también al filo del agua-, alberga uno de los restaurantes más famosos de Alagoas.
Es una filial de Divina Gula, el restaurante más conocido de Maceió, la capital del Estado. Parece un espejismo encontrar una cocina de tal envergadura en aquel rincón tan perdido y tan pobre del mundo. El restaurante se encuentra dentro de la cocina, formando parte de ella, lo que lo hace aún más sugestivo. Uno mismo puede pedir su receta preferida.
Mientras se saborean las especialidades del menú -arroz de pulpo, langostinos al jugo de naranja, pargo relleno de gambas y catupiry, o un pescado recién llegado del mar, asado enterrado en la arena y cubierto con hojas de plátano-, se puede ver en acción al matrimonio Paulo y Mara Ney Silvera Cardoso, dos genios de la cocina que, llegados de Río de Janeiro, en poco más de un año se han convertido en auténticos personajes. Hay sólo un problema: ya empiezan a no dar abasto con las peticiones de comidas, y así las esperas se hacen a veces largas. Pero todos dicen que vale la pena. Y es verdad. Sin contar con el famoso desayuno, que al igual que los de las pousadas Doze Cabanas y Do Alto, constituyen un verdadero festín gastronómico con más de 20 ofertas de deliciosos tentempiés nordestinos, regados con los jugos de las frutas locales recién cogidas de árboles como maracuyá, cajú, mango, mangaba, acerola y goiaba. Y por supuesto, jarras heladas de agua de coco recién abierto.
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir- Maceió, capital de Alagoas, se sitúa a 250 kilómetros de Recife. El aeropuerto Zumbi dos Palmares, a 20 kilómetros de Maseió, recibe vuelos de las principales ciudades brasileñas. Volar desde Madrid con Varig (916 25 97 15), con una escala en Brasil, cuesta en junio 1.640 euros. Con Tap (901 11 67 18), con dos escalas, hasta el 30 de junio, desde unos 840 euros. En portales online, como, por ejemplo, www.terminala.com o www.opodo.es, se pueden encontrar billetes desde unos 850 euros. En todos los casos, tasas y gastos incluidos.- Para llegar a Japaratinga hay que atravesar el río Manguabaen la localidad de Rio da Pedra.En el aeropuerto de Maceió se puede alquilar un coche (unos 15 eurosal día) o llamar al taxista Santana(00 55 82 99 77 70 90), que cobra unos 40 euros por el viaje.Dormir- Pousada de Doze Cabanas(www.pousadaummilhaodeestrelas.com.br; 00 55 82 298 62 23). Praiade Tatuamunha, Porto de Pedras.La habitación doble, 81 euros.Información- Turismo de Brasil en Madrid (917 02 06 89; www.turismo.gov.br).- www.visitealagoas.com.br.
EXCURSIONES
EXISTEN MUCHAS opciones de excursiones cercanas. Por ejemplo, un viaje en barco a las piscinas de coral de Maragogi, uno de los pocos lugares turísticos de la zona, a 25 kilómetros de Japaratinga. Todos, hasta los que no saben nadar, pueden disfrutar bañándose en unas aguas entre 50 centímetros y 15 metros de profundidad, abarrotadas de peces y de corales de más de12 especies diferentes, algunas únicas en Brasil.También se puede ir en barca o jangada (para los más valientes) por los ríos navegables de los alrededores, que corren en medio de manguezales aún vírgenes.Otra ruta interesante lleva,a unos 30 kilómetros de Japaratinga, a la pequeña localidad de Várzea do Uno.Para llegar hay que atravesarun bosque de cocoteros de más de seis kilómetros. Si hay suerte se pueden ver en acción a los recogedores de cocos, que se encaraman, amarrados a una cuerda, a 30 metros de altura para arrancar los frutos ya secos. Los habitantes del minúsculo poblado viven de secar el pescado a las puertas de sus casas. A la vuelta del paseo en un barquito de motor llevado por un pescador, en un chiringuito al borde del río, bajo un árbol de fruta del pan, preparan un pescado frito y una cerveza helada. Todo -paseoy pescadito, y simpatía a raudales- por siete euros.
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