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Déspotas ilustrados

Los gravísimos tropiezos que el proceso de construcción europea ha sufrido en los últimos días obedecen a múltiples razones -algunas de orden interno, de carácter general otras- y demandan análisis complejos, desde perspectivas disciplinares e ideológicas diversas. Vaya por delante, pues, que las reflexiones contenidas en este artículo no pretenden señalar la causa de la victoria del no en los referendos francés y holandés; aspiran sólo a llamar la atención sobre alguno de los factores menos coyunturales que han contribuido al doble y rotundo fiasco.

Todo el proceso de elaboración del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa ha sido un colosal ejercicio de despotismo ilustrado, en el que los gobiernos estatales, unas exiguas élites políticas y los eurócratas de Bruselas han buscado lo mejor para los pueblos europeos..., pero sin la participación de dichos pueblos. Sí, es muy posible que esa hubiera sido la receta vigente a partir de los tratados de Roma de 1957 -cambios impulsados desde arriba por un selecto puñado de visionarios-, pero durante varias décadas la Comunidad Europea fue ante todo una estructura de cooperación económica. Ahora, en cambio, se trataba -o eso creí entender- de llenar la Unión de contenido político y ciudadano, y para esto ya no bastan los déspotas ilustrados. Menos aún si, en vez de llamarse Monnet, Schuman o Adenauer, se apellidan Durão Barroso, Chirac o Borrell.

Sólo desde la lógica de un despotismo ilustrado con mala conciencia -al fin y al cabo, estamos en 2005- se entiende el empeño de la eurocracia en hacer pasar por Constitución lo que en realidad es un tratado intergubernamental, más ambicioso que los de Maastricht o Niza, pero de la misma naturaleza jurídica. Sólo desde esa lógica se comprende la pantomima de la Convención Europea de 2002-2003: aquel sucedáneo elitista de asamblea constituyente en el que la pluralidad política de España -verbigracia- estuvo representada por un diputado del PP y uno del PSOE, bajo la presidencia del incombustible y turbio Valéry Giscard d'Estaing.

Giscard, el de los diamantes de Bokassa... El resultado fue un texto sin alma, abstruso e indescifrable que varios gobiernos europeos decidieron -dime de lo que presumes, y te diré de lo que careces- someter a referéndum popular.

En España, con una sociedad poco politizada, una democracia superficial y unos partidos fieles aún a aquella filosofía que formulara Alfonso Guerra dos décadas atrás -"el que se mueve no sale en la foto"-, todas esas carencias dieron lugar, el pasado 20 de febrero, a una votación desganada (sólo el 42,3 % de participación), acomplejada (portémonos bien, no vaya a ser que nos echen de la UE) y, finalmente, sumisa a los designios del establishment. Los franceses, empapados de política, con una cultura democrática mucho más rica y madura que la nuestra y sin complejos en cuanto a su europeidad, han tolerado peor el revival del despotismo ilustrado, han acudido en masa a las urnas (casi el 70%) y han dicho no por más de 9 puntos de diferencia. ¿Un voto del miedo, cuando el sólo ganó entre los electores de más de 60 años? Más bien un voto contra la suficiencia, la arrogancia y el paternalismo de esos líderes tallados sobre el patrón del marqués de Esquilache que, derribado del poder por el motín madrileño de 1766, sentenció: "El pueblo es como un niño, que llora cuando le limpian los mocos".

Si la votación francesa del pasado domingo supone el fracaso de una manera vertical y providencialista de edificar Europa -de arriba abajo-, representa también una lección para ciertos aprendices de brujo. Para Jacques Chirac, por supuesto, pero también para Rodríguez Zapatero; hace un par o tres de años, ambos -cada uno desde su puesto de entonces- dieron pábulo, crédito y publicidad a toda clase de colectivos alterglobalizadores, pacifistas y antiimperialistas como masa de maniobra útil en el rechazo de la política norteamericana para el Próximo Oriente. Pues bien, ahora, esos mismos grupos han sido los grandes catalizadores de la movilización social francesa por el no; han usado la notoriedad y el prestigio ganados contra el presidente norteamericano, George W. Bush, y contra la guerra de Irak para noquear al presidente Chirac y zancadillear al jefe del Gobierno español, muy comprometido también con el referéndum francés. Es el peligro que tienen determinadas alianzas tácticas.

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Que los escrutinios del 29 de mayo en Francia y del 1 de junio en los Países Bajos reflejan una grave crisis de credibilidad de las élites políticas nacionales y de las estructuras centrales de la Unión Europea parece fuera de duda. Pero si ello es así, las primeras reacciones de esos círculos dirigentes tras su doble derrota no ayudan nada a revertir la tendencia. ¿Cómo es posible que, hasta hace una semana, el hipotético rechazo francés del Tratado constitucional fuera a desatar sobre Europa a los cuatro jinetes del Apocalipsis y en cambio hoy, una vez consumado el no, se nos diga que no pasa nada, que es preciso desdramatizar lo ocurrido y seguir adelante? ¿Mentían entonces o mienten ahora? ¿Y qué decir de la falta absoluta de autocrítica, de la ligereza con que Bruselas ha echado la culpa de todo a los "factores nacionales" o a un "déficit de comunicación"? En el momento de redactar estas líneas, sólo el comisario Joaquín Almunia ha tenido la valentía y el decoro de reconocer lo evidente: "Los ciudadanos nos han dicho que no admiten que las decisiones se tomen en una habitación a puerta cerrada y con un lenguaje ininteligible". Pues, o la tesis de Almunia hace escuela, o el proyecto de una Europa democrática, de ciudadanos y pueblos, tiene el futuro muy negro.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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