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CRISIS EN EUROPA | Nuevo Gobierno en Francia

El adiós de Raffarin

El primer ministro saliente no logró convencer a los franceses de la necesidad de cambios y se convirtió en un reformador sin reformas

"Lo que es necesario para la nación no se impone sin críticas", dijo ayer en su mensaje de despedida Jean-Pierre Raffarin, de 56 años. Y si en algo es cierta su frase es en lo de las "críticas": menos de un 24% de los franceses confiaban en Raffarin, que tres años después de su nombramiento para el cargo de primer ministro -el 6 de mayo de 2002- batió todos los récords de impopularidad, sin duda porque fue vencido por la primera de las necesidades de la nación, a saber, hacer retroceder el paro. Con él, en Matignon, el porcentaje de personas sin trabajo pasó del 8 al 10,1%. Raffarin tuvo, sin embargo, la humorada de recordar los 1.400 asalariados que salieron de las listas del paro en abril.

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Las principales cualidades de Raffarin han sido la fidelidad y la falta de ambición. Fiel al presidente Jacques Chirac, de quien asumió todos los cambios de orientación sin rechistar, y falta de ambición porque nunca nada en su actuación permitió imaginar que Raffarin se ocupaba más de su carrera que de Francia. A lo largo de tres años, Raffarin quiso reformar y afrontó la transformación necesaria de las pensiones de jubilación; los problemas de financiación de la sanidad pública; los ligados a la organización de la enseñanza y los de la llamada "regionalización del Estado".

El método seguido por Raffarin siempre fue el mismo: una declaración de principios ambiciosa seguida de retrocesos y concesiones según la importancia de la presión social. Parecería que la marcha atrás le había sido indicada cada vez por Chirac, que no era capaz de anunciar al mismo tiempo una reducción de la presión fiscal y el aumento de las tasas sobre la gasolina, la electricidad, el tabaco y el alcohol. Al final, la pasión reformadora de Raffarin consiguió un único éxito: equilibrar el tiempo de trabajo del sector público al de los trabajadores del privado.

Cada una de las reformas intentadas ha sacado a miles de ciudadanos a la calle y cada reculada ha desacreditado a Raffarin. En verano de 2003, mientras estaba de vacaciones, una ola de calor provocó la muerte de unos 14.000 ancianos y enfermos. Raffarin y su Ejecutivo tardaron en reaccionar y, cuando lo hicieron, ya todo el país les reprochaba, en el mejor de los casos, su incompetencia y, en el peor, su sordera ante la miseria de los más débiles.

En 2004 la mayoría en el poder perdió, sucesivamente, las regionales, las europeas y las cantonales. Raffarin quiso dimitir, pero Chirac le pidió que permaneciese: ya que estaba quemado, mejor era carbonizarlo que desgastar a otro. Raffarin, buen vasallo, aceptó y tuvo que asistir, en primera línea de fuego, a la guerra abierta entre Chirac y Nicolas Sarkozy por el control de la Unión por un Movimiento Popular (UMP). Luego vio cómo, tras exigir "modestia" por parte del Estado, uno de sus ministros fue descubierto alquilándose, a cuenta del erario público, un dúplex de 650 metros cuadrados.

Raffarin fue víctima de la política errática marcada desde la presidencia, de la escasa calidad de un Gobierno del cual él apenas escogía algún ministro y, por último, de su falta de adecuación para el cargo. Su físico de ex jugador de rugby contrasta con las molduras doradas de Matignon. Sus frases de vendedor ambulante refiriéndose a la "inteligencia de la mano más importante que la del cerebro", su manera de hablar del impuesto como de una mostaza -"tiene gusto, tiene sabor", declaró- o su empeño por expresarse como los ganadores de Operación Triunfo -Raffarin reclamaba de la ciudadanía una "positiva actitud", anglicismo hasta entonces reservado a adolescentes de pocas luces y menos cultura- acabaron por hacer más que borrosa la figura del hombre que decía encarnar "la Francia de los de abajo". Fue precisamente esa Francia la que ha votado, en un 55%, contra la Constitución europea.

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