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Columna
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Por fin

Sí, se ha acabado el Corpus. Sólo ha faltado que a los toreros les regalen la plaza. Todo ha ido más o menos como siempre, pero hay dos cosas que no quiero pasar por alto.

El Corpus es, ante todo y sobre todo, la ocasión de elevar a la enésima potencia la dificultad de encontrar un taxi en la ciudad de Granada. La ciudad, por cierto, está acogida al régimen de la Ley de Grandes Ciudades, pero eso, hasta ahora, ha servido más bien para hacer cosas con mal estilo. Lo paradójico es que todo el mundo sabe que en las grandes ciudades, como Madrid o Barcelona, se encuentra un taxi con facilidad, que la centralita no retiene la llamada hasta cinco minutos para luego soltar una disculpa en la que lamentan haber suspendido el servicio y que los conductores no fuman. En Granada, el deterioro del servicio de taxis, que por lo menos hay que calificar de monopolio despótico, se acoge a la coartada del frenesí de obras de menor cuantía que hay por todas partes; pero la coartada no vale. En circunstancias que no tienen nada que ver con las actuales, el gremio del taxi se puso en huelga para impedir que el Ayuntamiento diera más licencias, que es donde le duele. Aquello lo intentó un alcalde socialista, y el de ahora, naturalmente, no va a pisar el mismo charco. De modo que esto no se acaba, sino que empeora. Y en el Corpus, más. Lo que peor llevo es tener que seguir oyendo a todo volumen las carcajadas de Carlos Herrera (¡qué arte!) cuando sus oyentes le cuentan chistes escatológicos.

La segunda cosa que hay que dejar anotada es que el lío de los caseteros parece tener más miga de la que parece. Por lo visto, ha estado en juego una pequeña honrilla: el alcalde tenía que conseguir a toda costa que la feria resultara divertida a pesar de fracasar, primero, en un cambio de emplazamiento del ferial y, segundo, en que se instalaran las casetas suficientes para que el Corpus quedara lucido. El primer asunto es, evidentemente, grave: basta una buena fotografía aérea de Granada para comprender por dónde quiere dispararse el sector inmobiliario; y el Ayuntamiento tiene toda la pinta de estar buscando una excusa con la que entrar a saco (o que entren otros, para ser exactos) en la vega. La segunda cuestión me ha dejado perplejo: en una televisión local, el presidente de los caseteros asegura saber de muy buena tinta que el Ayuntamiento ha presionado a grupos de funcionarios (citó el caso del Cuerpo de Bomberos) para que pusieran casetas a cambio de días de descanso.

El resultado de la lucha por la honrilla me interesa poco. Pero hay dos cosas claras. En primer lugar, el Ayuntamiento no puede inhibirse en el asunto del deterioro del servicio de taxis y al mismo tiempo llenarse la boca con la retórica de las bondades del transporte público: cuando se gobierna según la rutina de la supervivencia pero ayuno de cultura política, el resultado es un caos del que nadie se hace responsable, y en este asunto hay responsabilidades que exigir. Y en segundo lugar, me parece que estamos tardando demasiado en constituir una plataforma ciudadana que vigile de cerca los movimientos privados, públicos y público-privados que se proyectan sobre la vega como juegos de manos.

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