Un rebelde en el Olimpo
Thom Mayne, último premio Pritzker, no es un arquitecto fácil. Lleva treinta años construyendo edificios fragmentados y que hacen reflexionar a los usuarios. Un pensador de los volúmenes para una época cambiante.
"Me interesa la energía que hay entre la estabilidad y la inestabilidad. Hay que agarrarse a lo difícil porque es difícil y porque es precisamente esa dificultad lo que le da valor". Las declaraciones del último premio Pritzker de arquitectura pondrán los pelos de punta a más de un arquitecto. Pero también entusiasmarán a quienes aplauden la rebeldía como estilo de vida, lo contestatario como filosofía y el cambio por el cambio como estímulo. Con esos avales, el jurado del premio -ideado por la familia Hyatt para suplir la carencia de un Nobel de arquitectura- valoró la condición de ejemplo entre los estudiantes más jóvenes del estadounidense Thom Mayne (Waterbury, Connecticut, 1944). Y al propio arquitecto -que ha recibido 54 premios del American Institute of Architects y 25 de la revista Progressive Architecture, el Premio de Roma de la Academia Americana (1987), la Medalla de Oro de Arquitectura de su país y ahora el Pritzker- todavía le gusta definirse como un outsider, como un arquitecto crecido en la contracultura, como un transgresor que ha luchado siempre por rechazar el statu quo. Lo dice con convicción. Tiene proyectos en varios continentes y muchos de sus edificios viven hoy la paradoja de haberse convertido en iconos urbanos, de servir de reclamo para grandes firmas precisamente por su condición de rompedores. Pero Mayne asegura que él pelea a la contra.
La trayectoria, como la propia arquitectura de este galardonado, es paradójica. Con esas credenciales, se entiende que Mayne, un claro producto de los turbulentos años sesenta, no deje indiferente. El jurado del Pritzker ha premiado la falta de raíces de su estilo, y esa condición apátrida le sirve para representar la cultura sin raigambre de una ciudad como Los Ángeles. Allí vive con su mujer, Blythe, y sus dos hijos adolescentes, y allí trabaja en un estudio de cuarenta personas de nombre revelador: Morphosis, es decir, en formación, sin definir. "Cuando lo creamos no era una oficina, era una idea", ha declarado Mayne recordando los primeros años setenta, un tiempo de pocos proyectos, pero, eso sí, de muchas ideas. Y de muchos ideales. Algunos aún persisten. Todavía hoy, Mayne considera la arquitectura como un vehículo comunicativo, casi como una herramienta de pensamiento. En esa misma línea, cree que uno de los grandes problemas de nuestra sociedad es la ignorancia sobre las teorías que sustentan el arte moderno. "En Picasso, en Duchamp se encuentran Marx, Freud y Einstein. Cuando nos preguntamos quiénes somos como seres humanos, siempre contestamos con ideas. Las ideas forman nuestro cerebro y al hacerlo dan forma al mundo. Creo en una especie de darwinismo cultural: no podemos retroceder, sólo ir a donde nos lleva la evolución. Sólo existimos de la manera que creemos que existimos. Toda la cultura es fabricada y, por tanto, puede ser fabricada. En una época en la que la televisión complace al público con todo lo que éste desea, creo que el arte debe adoptar otra postura más agresiva y molestar", ha dicho.
La arquitectura como agitadora cultural y social. Detrás de esas pretensiones está el clima de una época, los sesenta, y de un lugar, California. Mayne llegó allí con 10 años. Había crecido en un pueblo de Indiana, en el Medio Oeste estadounidense, rodeado de un paisaje de granjas tipo La casa de la pradera y abrumado por maizales infinitos. Vivió allí hasta que sus padres se separaron. Su madre, una pianista que llegó a dar un recital en el Carnegie Hall de Nueva York, no consiguió sobrevivir como intérprete. Ni siquiera pudo ganarse la vida como profesora. "Pero mi madre era muy culta. Crecí rodeado de música clásica y de reproducciones de grandes obras de arte", asegura Mayne, que atribuye su posición de outsider y su aislamiento adolescente a esa condición de "niño cultivado" que supo inculcarle su madre. Pero fue la abuela la que tiró de la familia y la causante remota de que este arquitecto viva hoy en California y represente el estilo sin tradición de Los Ángeles. La mujer crió a su nieto en Whittier, un pueblo del interior. Allí, el adolescente se hizo mayor con pocos medios y en un terreno híbrido: los suburbios industriales, que no eran ni campo ni ciudad.
"Nunca fui un atleta, pasaba los días arreglando el jardín de casa o realizando composiciones florales. La estética no era cosa de niños, por eso siempre fui un solitario. Crecí cerca del campo, pero con los gustos de un niño burgués". Pocos amigos y un ambiente hostil. Recuerda que el primer día de colegio le robaron la chaqueta y la bicicleta, y le dieron una paliza. Poco más: que siempre fue un solitario, que durante toda su infancia no consiguió o no le preocupó encajar.
Curiosamente, cuando por fin encajó fue desencajando. Casi por azar, se inscribió en la Escuela de Arquitectura de la Universidad del Sur de California. Estaba suficientemente cerca de su casa y se parecía suficientemente poco al escenario de su adolescencia como para que él quisiera trasladarse allí. Atrás dejaba una infancia errante de niño solitario, recuerdos de supervivencia y de resistencia: se convirtió en un líder. Con 28 años, y tras pasar por algún despacho de urbanismo, fundó Morphosis con otro arquitecto, Michael Rotondi. El nombre de la oficina define muy bien el tipo de proyectos rotos realizados para explorar nuevas composiciones espaciales. Esos rompecabezas resumen la trayectoria del estudio: treinta años de búsqueda e indagación en los que, al principio, cuando sólo tenían una vivienda o la fachada de un restaurante para trabajar, el propio Mayne analizaba la arquitectura con un método casi científico. Hoy, como al principio, el estudio diseña desde relojes o carteles hasta planes urbanísticos. Y Mayne se siente más como un director de cine que como un guionista o un actor, pero sigue manteniendo una actitud científica. Cree, fiel a Darwin, que la naturaleza es evolutiva y que no tiene compasión. "La idea del futuro está muerta. Ahora sabemos que el mundo cambia continuamente y de manera impredecible. Sabemos que un simple acto humano puede hacer que el futuro parezca otra cosa. Es absurdo hablar de arquitectura del futuro. Mi visión no va más allá de mañana. Pero soy optimista. Creo en la evolución de la biología. Cada vez habrá más paralelismos entre la manera en que los tejidos moleculares se organizan y la manera en que la gente diseñe sus sistemas de vida. Eso afectará el urbanismo y la arquitectura".
Más allá de los ideales que lo hicieron arrancar y de las ideas que hoy construye, uno de sus primeros edificios fue el colegio de su hijo mayor, Richard, fruto de un primer matrimonio. Recuerden, estamos en la California de los años setenta. A los padres no les gusta el colegio de sus hijos. Se quejan. Participan en las decisiones de la dirección del centro. Deciden cambiar las cosas. Y las cambian. Y de qué manera. El Seguoyah Educational Research Center ya era un edificio descompuesto. Ganó el Primer Premio Progressive Architecture de los 25 que conseguiría el estudio. "Ahí empezamos a existir", recuerda Mayne. No le falta razón. En esos mismos años, una discusión con la dirección del Pomona California Polytecnic, donde daba clase, le lleva a abandonar su trabajo y, con otros seis colegas, fundar el Southern California Institute of Architecture, otro referente en la educación de la arquitectura contestataria. Consiguieron cuarenta alumnos y Mayne pudo dar las clases que quiso, predicando la transgresión de la que tanto le gusta hablar. Luego, con 35 años, y en el más puro estilo americano, decidiría cambiar de vida: tiempo para pensar, una nueva oportunidad. En 1978 lo abandonó todo para irse a estudiar a Harvard. El año de su nueva graduación fue el año en que Jay Pritzker instauró su premio de arquitectura. Fue también el año en que Frank Gehry se hizo en Santa Mónica una casa con, entre otros materiales, la alambrada de un gallinero. Las cosas estaban cambiando. Y Mayne se hizo un sitio. "La arquitectura no puede cambiar el mundo. Eso ha quedado atrás, pero sí considero que los edificios pueden cambiar la vida de las personas. El entorno nos afecta", dice. "Los arquitectos modernos tenían una idea absurda: creían que sus edificios podían curar al mundo. Eso es imposible. Hoy ya nadie espera que los arquitectos salven a la humanidad. Trabajamos en un marco mucho más realista, pero sí creo que la arquitectura es una actividad social que se relaciona con los lugares. Y también creo que es una herramienta de comunicación, debe decir cosas. Creo sinceramente que cambiar el entorno es cambiar la actitud", aseguró tras recibir el premio.
Otra escuela, el Diamond Ranch High School en Pomona, firmado a finales de los noventa, quiere ser la prueba de que la arquitectura puede cambiar la actitud. El centro apostaba por una educación flexible, capaz de eliminar las fronteras entre profesores y estudiantes, entre académicos y administrativos. Y la arquitectura de Morphosis quiso "reflejar esa interacción convirtiéndose en paisaje". Un paisaje de aristas afiladas, esquinas puntiagudas, secciones cortantes y velos metálicos. Las descripciones que el propio Mayne hace de sus obras sorprenden. Posiblemente tanto como le chocan a él las que hacen los demás: "Las descripciones que hacen de mi trabajo me deprimen. Mis edificios no hablan con palabras. Hablan con espacios". Pero ¿para qué sirve tanta complejidad? Sus proyectos han sido descritos por los críticos como hostiles, incómodos, alienados, nihilistas. Y tampoco gozan del respaldo popular. Uno de los últimos, el edificio Caltran, en el corazón de Los Ángeles, realizado para la compañía de transportes de California, ya ha sido apodado como "la estrella de la muerte". A Mayne le duelen los apodos, le molestan las palabras hostiles, pero insiste en que él busca incomodar y hacer preguntas. "La arquitectura actual es híbrida, ambigua como respuesta a los cambios que vive el mundo, la sociedad y, sobre todo, la naturaleza. ¿Qué es hoy la naturaleza? ¿Qué es hoy natural? Como concepto es irrelevante. Nosotros decidimos qué es lo natural. La ciencia ha cambiado nuestra imagen de la realidad. La condición simbólica de mi trabajo refleja ese hecho: la condición humana moderna es la realidad científica", dice.
Con todo, después de tres décadas de indagación y propuestas rompedoras, el tamaño de sus encargos está empezando a crecer. ¿Qué ha cambiado en los últimos años para que un arquitecto tan difícil y obcecado reciba grandes encargos por todo el mundo? ¿Ha cambiado el mundo? El propio Mayne contesta: "Yo he cambiado. He comprendido que para conseguir lo que quiero tiene más sentido negociar que defender la autonomía de mi trabajo. Los grandes proyectos requieren el acuerdo de mucha gente. Es demasiado simplista decir que el arte debe ser autónomo. Puede serlo, pero debe estar conectado con el mundo real, con la sociedad. Soy totalmente consciente de que cuando defiendo la autonomía del arte voy en contra de mi propio desarrollo, pero todo el mundo debe encontrar hoy una forma de conectar términos casi excluyentes: crecimiento autónomo y contacto con la sociedad. En ese terreno, Koolhaas es un genio. Pero yo a veces dudo de que la lógica de su trabajo tenga que ver con las palabras que utiliza para describirlo".
Lo decíamos, a Mayne no le gustan las palabras para describir la arquitectura. "La arquitectura es un deporte de fondo, un arte de largo recorrido", declaraba cuando, todavía incrédulo, se enteraba de la noticia del Pritzker en Nueva York, camino del aeropuerto. Acababa de ganar el concurso para levantar la futura villa olímpica prevista para 2012 en esa ciudad también candidata a organizar los Juegos. Y había sido elegido el mejor arquitecto del mundo. Difícil de creer. Sobre todo cuando buena parte de la crítica había dejado enterrado el futuro de este hombre de 61 años en los primeros noventa. Sobre todo cuando Mayne, que considera que, tras treinta años de experiencia, todavía está empezando, ha visto cómo algunos de sus edificios desaparecían como caprichos de temporada.
El pasado se desvanece y él no cree en el futuro, pero el de Mayne se adivina ya cosmopolita. Además de la villa olímpica neoyorquina, levantará en Guadalajara (México) un auditorio para más de 6.000 personas y un bloque de 165 viviendas en Madrid. No será la primera vez que Morphosis trabaje en el extranjero. En Austria ha inaugurado un centro comercial en Klagenfurt y poco antes había culminado un rascacielos en Seúl y otro centro comercial en Taipei, eso sí, sin el respaldo de la crítica. Pero Mayne, es, como él mismo reconoce, un tipo acostumbrado a funcionar a la contra. A pesar del aspecto casi hiriente de algunas de sus composiciones, él no considera que sus edificios sean agresivos. Defiende que el conflicto y la confrontación son principios arquitectónicos de la época en la que vivimos. Por eso cree que su trabajo refleja su tiempo y que eso lo hace sinónimo de progreso, y de optimismo. El 31 de mayo, cuando recoja la medalla y los 100.000 dólares del premio en el pabellón Jay Pritzker de Chicago que levantara un laureado vecino, el también californiano de adopción Frank Gehry, se cumplirán 14 años desde que el último proyectista norteamericano, Robert Venturi, se hiciera con el galardón más preciado del mundo. Por eso, el premio a Mayne también ha sido interpretado como un aviso: no toda la vanguardia arquitectónica se cuece en Europa. Ni en Japón. "Hace 30 años no hubiera sido posible construir nuestros edificios. Hoy, reconstruirlo todo, incluso nuestro propio cuerpo, forma parte de nuestra cultura. La gente puede tomar decisiones antes impensables. Eso determina la vida de las personas, su pensamiento y su realidad. Hoy puedes construir tu propia realidad, y, como arquitecto, eso me parece motivo de optimismo".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.