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Columna
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Todos somos turistas

Los expertos calculan que dentro de10 años habrá 1.600 millones de turistas dando vueltas por el mundo. Ahora son unos 600 millones. De ellos, más de dos millones pasan cada año por la Sagrada Familia, el monumento más visitado de España. Es un hecho que esos visitantes, finalmente, acabarán la interminable construcción, gracias a una financiación a toca teja sin pasar por Madrid, de ese monumento pastiche resumen de la identidad catalana. La paradoja es que, una vez finalizada -no se sabe cuándo- la iglesia más extraña del mundo, pueden ser los mismos turistas quienes la destruyan a base de visitas masivas. El turismo, gente rica en movimiento, masas de hormigas, lo mismo construye que destruye: he ahí la cuestión.

Barcelona vive en buena medida del turismo: aquí todo el mundo lo sabe, pero muchos lo ocultan; parece una misión poco acorde con ciertas quimeras de liderazgo universal. Depender del visitante rico -definición realista del turista- resulta poco brillante como destino histórico. El turista es hoy, además, "un viajero estresado, con prisa, cansado pero deseoso de no morir idiota", según afirma Serge Gilbaut, uno de los expertos reunidos esta semana en La Pedrera en un interesante seminario sobre turismo cultural. Se intenta averiguar qué hacer ante esta plaga benéfico-maléfica, ambivalencia que es hoy lo propio de nuestro mundo.

En La Pedrera misma, lo más granado de los especialistas, convocados por la Fundación Caixa de Catalunya, han podido observar como el paso anual de 1,5 millones de personas por el edificio de Gaudí deja su huella. ¿Será necesaria una Pedrera sucedáneo, igual que Altamira ha construido su falsa réplica, para acoger la creciente demanda de visitas? ¿Es posible conservar el patrimonio cultural ante la avalancha previsible? ¿Cómo gestionar el turismo ahora que también los chinos empiezan a viajar y colapsan ya el Museo del Louvre? ¿Evitaremos las homogéneas ciudades museo parque de atracciones según el modelo lanzado por Walt Disney? ¿Es el turismo una cuestión privada o pública?

La cosa nos afecta, seamos barceloneses o turistas. "Todos somos turistas, lo cual es un privilegio", dice el arquitecto Josep Maria Montaner, cuya ponencia ha consistido en pasear a los expertos de La Pedrera por el Barri Gòtic y Ciutat Vella. Efectivamente, un turista no es un inmigrante, pero ambos ya forman parte de nuestro paisaje habitual. Dichosa mezcla: Barcelona ya es suya. ¿O no? "El Barri Gòtic está embalsamado, tematizado. A mí me han llegado a preguntar a qué hora lo cierran", dice Montaner. A ojos de norteamericanos, el Barri Gòtic es un parque de atracciones, como Port Aventura: algo creado expresamente para el turista. ¡Cielos! "En cambio", prosigue Montaner, "en la Rambla del Raval, o en el mercado de Santa Caterina, todo se ensambla: lo antiguo, lo nuevo, el inmigrante, el barcelonés y el turista". La ruta incluye graffiti inolvidables: "Turista, terrorista", "Miedo y asco en Barcelona". "Ver Barcelona convertida en Las Vegas puede ser una posibilidad", concluye el arquitecto, "por ello hay que cuidar la estructura social, la mezcla urbana que da vida a las ciudades". No todo han de ser turistas, o inmigrantes, o ejecutivos, o amas de casa: la variedad es lo difícil, la homogeneidad o el desierto, lo fácil.

Este mestizaje es cada vez más pura globalización, al menos en la Europa que vivimos: mitad museo, mitad comercios y espectáculos transnacionales, las ciudades europeas quisieran conservar una personalidad singularizada. El problema es que esta identidad propia, buena para ellas mismas, es también buena para que lleguen más turistas que buscan paisajes insólitos... que, una vez poblados de turistas, se parecen como gotas de agua. ¿Una catástrofe o simple falta de inteligencia?

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