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MÚSICA
Columna
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Medallas

Rita Barberá impuso el día 24 la medalla del Palau de la Música a Cristóbal Halffter, en un acto donde se estrenó una obra encargada al compositor por la Orquesta de Valencia. Su hijo, Pedro Halffter-Caro, dirigió estas Cuatro piezas para orquesta (denominación que ha recibido la partitura), completándose el programa con la Quinta Sinfonía de Chaikovski. Antes de Cristóbal Halffter, la medalla del Palau ha sido otorgada a Rostropóvich, Barenboim, Teresa Berganza, Zubin Mehta, Alfredo Kraus, García Navarro y Joaquín Rodrigo, a los tres últimos a título póstumo. En esta ocasión se ha hecho coincidir la concesión con el 75 aniversario de Halffter, quien tuvo palabras de agradecimiento para el Palau y también para Ensems, el festival de música contemporánea que prestó en su edición de este año -hace escasos días- una especial atención a la música del compositor. Cristóbal Halffter es, junto a Ramón Barce, Carmelo Bernaola, Mestres Quadreny y Luis de Pablo -por citar sólo unos pocos-, uno de los miembros más destacados de la llamada generación del 51, que intentó una conexión amplia con las líneas estilísticas desarrolladas en Europa y que habían quedado truncadas de alguna manera en España tras la guerra civil.

Las Cuatro piezas para orquesta mostraron a un músico con dominio pleno de todos los recursos tímbricos y dinámicos que un gran aparato orquestal pone en sus manos. A pesar del diferente clima sugerido en cada una de ellas, sí que se percibe, no obstante, un sentimiento de fuerte trabazón entre las cuatro, favorecida, entre otras cosas, por elementos que funcionan como ejes sobre los que se mueven oleadas de sonidos. En la primera (El grito), el eje era un murmullo incesante con reguladores de amplia dinámica. En la segunda (Miedo) y tercera (Espejo de la Memoria), se trataba de sonidos casi permanentes, de "notas pedal" en cierto sentido. En la última (Hipasos de Metaponte), se da a posteriori, en forma de unas solemnes sonoridades casi de órgano hacia las que parece confluir toda la pieza y que se relacionan con el final de El grito, donde cuerdas y campanas reflejan de repente una armonía tradicional y una atmósfera casi religiosa.

La orquesta de Valencia respondió con ajuste y sensibilidad a las exigencias de la música. Pedro Halffter la dirigió con finura y, lógicamente, con conocimiento de causa. Pero ni el uno ni la otra estuvieron tan bien en la Quinta de Chaikovski. Hubo claridad en la exposición del tejido sinfónico, buenos solos de trompa y clarinete, y un buen ajuste la mayor parte del tiempo, pero la tensión decayó pronto, y el tema del destino, en el último movimiento, pareció haber perdido su patético significado para convertirse en una alegre fanfarria. En cuanto a fanfarrias, por cierto, no estaría mal, en la entrega de medallas, suprimir la trompetería y los guardias con uniforme de gala: no regresa Radamés victorioso de Etiopía, sino un músico a recoger un premio por su labor artística. El mal gusto sobra.

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