De la paz de Euskadi al Estado federal
Las estrategias tranquilas y sensatas del presidente Zapatero se van imponiendo poco a poco a ese gusto por el conflicto que priva en nuestro país, aún silvestre y montaraz en demasía. El firme y cortés rechazo en las Cortes del plan Ibarretxe, sin judicializarlo como quería el PP, a cambio de un acuerdo de reforma estatutaria entre todos los partidos vascos para lograr la paz en Euskadi, obtuvo en sus pasadas elecciones el apoyo tanto del nacionalismo moderado como del radical. Ambos y el PSE coincidieron en dar por fenecido aquel plan unilateral y propiciar, juntos, un nuevo abrazo de Vergara, que ampliase el autogobierno e impusiera a ETA la voluntad de todo el pueblo vasco, tantas veces invocada. Por otro lado, la inteligente táctica de eludir la ilegalización de Batasuna a través de un pequeño partido marginal puso de relieve la futilidad de la Ley de Partidos tan sólo creada con este fin y reparó su inconstitucional consecuencia de impedir la representación parlamentaria al 20% de la población vasca. El PP acierta, aun sin razón, cuando acusa maliciosamente a Zapatero de permitir que ETA entre de nuevo en el Parlamento vasco, pues, en último término y con un matiz fundamental y decisivo que justifica la estrategia seguida, de eso se trata: aprovechar la presencia del electorado nacionalista radical a través de EHAK para hacer de su grupo y no de Batasuna (aún vista por muchos como brazo civil del terrorismo) un interlocutor interpuesto que participe en sede parlamentaria (eso es lo importante) del consenso colectivo sobre un mayor autogobierno y el fin de la violencia. No creo imprescindible que ETA entregue públicamente sus armas. Una tregua tácita de dos años y su actual debilidad fomentan la impresión de que busca "dignificar" su derrota aceptando "por respeto a la voluntad popular vasca" el acuerdo al que está convocado el parlamento de Euskadi.
Se comprende que el PP haya roto el Pacto Antiterrorista y exagerado al límite de la indecencia sus calumnias contra Zapatero. Si éste logra su propósito de paz (para el que cuenta con el apoyo declarado de los partidos vascos y españoles) se acabaron las expectativas de futuro para la derecha extrema aznariana, ya amenazadas en Galicia por la previsible alianza del BNG y los socialistas frente a un Fraga decrépito. Tal ruptura libera al PSE del "abrazo del oso" pepero y le permite dialogar con un dialogante Imaz, fortalecido ante un Ibarretxe debilitado y supercondicionado a babor y estribor. El diálogo PSE-Imaz-EHAK obligará al PP a pasar por el aro que acepte ETA. Los dos extremos violentos de la ecuación deberán ceder ante el acuerdo de paz.
Todo ello supondrá, sin duda, un cúmulo de dificultades concretas, comenzando por los términos de una posible amnistía, la cuestión de los presos políticos, las víctimas del terrorismo y el contenido y límites del nuevo autogobierno. De entrada, será preciso superar el lenguaje de símbolos que enfrenta a dos nacionalismos (el español y el vasco) para dejar paso a realidades prácticas en el ámbito competencial y de relación con el Estado. No es fácil convencer a unos y a otros de que conceptos siempre esgrimidos para no entenderse como "unidad indisoluble de España" o "el irrenunciable derecho a la autodeterminación de Euskadi" o no significan nada o pueden significar lo que cada uno quiera; aunque lo sensato sería ponerse de acuerdo en un significado compartible. La fórmula clásica para evitar ese enfrentamiento típico y estéril no es otra que el federalismo, la federación de estados como estructura constituyente de un Estado federal español. Esto supondría a medio plazo una reforma constitucional en el sentido más formal del término. Desde cuestiones nominales como es llamar Estado a las actuales comunidades autónomas, que ya gozan en la práctica de esa condición como partes constitutivas del Estado común, hasta reformas ya previstas como la del Senado y otras menores que van en dirección de federalizar el sistema político. La paz de Euskadi debería basarse, creo yo, en esa solución global para todos los pueblos de España.
Hace unos días, un clarividente artículo de Juan Luis Cebrián en este periódico concluía así: "Al presidente Rodríguez Zapatero le corresponde la tarea de promover un debate en el que se pierda de una vez por todas el miedo a las palabras y se aborde directa y llanamente, con todas sus consecuencias, la cuestión del Estado Federal". Tal cuestión la viene planteando desde el siglo XIX la Cataluña progresista y, como en el proyecto constituyente de 1978, hoy es el proyecto activo del catalanismo de izquierdas el que nos gobierna. Euskadi puede caminar muy bien por esa vía, seguida ahora por el independentismo de ERC al asumir el federalismo tradicional de sus orígenes, liderado actualmente por el socialismo catalán.Es muy revelador que los dirigentes republicanos declaren la federación como antesala de la independencia y al tiempo afirmen que sólo el federalismo evitará la secesión. La contradicción teórica que eso implica es una buena coartada para avanzar dignamente, sin renunciar a nada, hacia una convivencia hispánica entre estados (el vasco, el catalán, el gallego y de los restantes pueblos) unidos en el Estado federal del Reino de España. Lo mismo puede acabar haciendo el radicalismo vasco si se le trata con inteligencia y amplitud de miras desde el Estado español. Como afirma en su artículo el experimentado e influyente periodista político antes citado: "El problema que hoy tenemos sobre la mesa no es el de la definición de España ni tampoco el de cuestionarnos sobre el ser de Cataluña o el País Vasco, sino el modelo de Estado que permita a los 44 millones de ciudadanos que viven en él (de los que el 10% son emigrantes) disfrutar de sus derechos y ejercer sus responsabilidades". Así lo creo yo también.
J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional.
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