Del banco al metro
Cuando escucho un lamento ante lo poco que se lee en España, suelo contar a los quejosos que la mejor encuesta sobre lo que hemos ganado en lectores se puede hacer en el metro de Madrid. Y recuerdo entonces cómo cuando llegué a la ciudad, en 1970, además de soportar el hedor de una ciudadanía poco afecta a la ducha, en unos vagones y unas instalaciones decrépitas, sólo se podían contar dos o tres lectores de periódico por vagón, mientras que ahora, tan remozado el metro y más aceptada la jabonería, son muchos los lectores de libros, y más las lectoras. Aunque las últimas encuestas modifican mi percepción: parece que últimamente leen más los hombres. Pero ahora vamos a tener más fácil los vecinos de Madrid tanto el acceso al libro como la conexión por medio de él con el pasado de la ciudad: bastará con sentarnos en un banco público y coger un libro para que, leyendo, nos animemos a viajar a nuestra historia. Para conseguirlo, el Ayuntamiento abandonará con disimulo los tomos en los bancos. Por lo que oí decir al alcalde, sin advertirnos previamente de que nos abstengamos de emprender tan gozosa aventura lectora en medio de las abundantes zonas de obras, lo que puede suponer que al final tengamos que llevarnos el banco y el libro a casa, esta iniciativa forma parte del impulso que quiere dar el Ayuntamiento a la "inquietud" cultural de los vecinos.
Espera contribuir así, en las puertas de la Feria del Libro, a que cambien las cifras de lectores y pasemos ya de ese 57% de consumidores de sueños que reconocen las encuestas. Pero tan pronto el alcalde contó su iniciativa, ya uno de esos pájaros de mal agüero que nunca faltan pronosticó que la gente se llevará los libros a su casa sin ánimo de devolución. No creo que eso ocurra y, para desmentir al agorero, contaré una anécdota. Un buen día, haciendo las maletas para irme de viaje, quise llevarme el libro que estaba leyendo y no lo encontraba. Cuando comprobé que muchas horas antes lo había abandonado en un banco de las Salesas, donde leía mientras paseaba al perro, cuya correa también dejé olvidada, volví al lugar y, de la correa del perro, ni rastro; el libro, a cuyo autor se reconoce gran calidad y es bien aceptado por un gran número de lectores, permanecía en cambio en el mismo sitio, con una piedra encima para que no se lo llevara el viento. Ahora bien, sea cual sea el éxito de la iniciativa del Ayuntamiento, su empeño en favor de la lectura es loable.
No obstante, cuesta entender que el alcalde nos invite a trasladarnos al pasado con un libro y desde un banco; su obsesión era por ahora un futuro fijado al menos en 2012. Y en este sentido, más meritoria aún resulta su iniciativa, si se tiene en cuenta que para la candidatura de Madrid a los Juegos Olímpicos no se le exigían ciudadanos leyendo en la calle, ni se ha preguntado a los organizadores por las condiciones en las que están las bibliotecas de Madrid. Es más: para quienes tendrán que decidir en julio sobre si vamos o no a tener aquí los Juegos, es probable que un puñado de ciudadanos viajando al pasado desde un banco y con un libro sea una rareza más bien comprometedora. Menos mal que uno atisba en la buena voluntad de Gallardón su deseo de atiborrar los bancos de Madrid de obras de Galdós, por ejemplo, que es lo que nos permitiría viajar con literario placer a un Madrid de otros días para entender mejor la España de ahora mismo. Aunque tampoco estoy seguro de que después de leer a don Benito llegáramos a entenderla; bastaría, no obstante, para darnos por contentos con el placer que procura la lectura del gran novelista. Otra cosa es que, como esta experiencia lectora en los bancos de la calle -concebida para un Madrid sin prisas, con menos ruido y menos polvo- queda sometida a las variaciones climáticas y a sus caprichos, el alcalde haya apostado también por el Bibliómetro, una biblioteca instalada en los pasillos del metro en la que el viajero podrá encontrar libros que le acompañen en su viaje sin que tenga que llevárselos de casa, como hasta ahora, y sin que el importe del tren resulte alterado. Es decir: que si uno se achicharra en el banco de la calle con estas calorinas, o le mancha de cemento el traje una tuneladora, puede dejar de viajar al pasado en la superficie y dirigirse en metro a Alcorcón, leyendo a Benedetti, por ejemplo, para trasladarse luego a Vallecas, acompañado esta vez por la lectura de Baroja, por ejemplo, y resistirse a abandonar el subterráneo hasta acabar, por ejemplo, la novela en la que esté enfrascado.
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