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DERROTA DEL SPD | Análisis
Columna
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Alemania como problema

Sería muy fácil ahora echar toda la culpa de la catástrofe electoral del Partido Socialdemócrata (SPD) en Renania del Norte-Westfalia (NRW) al canciller federal, Gerhard Schröder, por su debilidad, sus titubeos, su oportunismo a veces obsceno, su falta de criterio y su incapacidad para evitar que sus gobiernos parecieran siempre un feliz gallinero. Y desde luego no tiene culpa Peer Steinbrück, el pobre ya saliente presidente del land más poblado, más poderoso y más socialista por ser escenario del inicio de la reconstrucción industrial alemana después de la II Guerra Mundial. Tampoco se pueden atribuir mayores méritos al partido triunfador, la Unión Democristiana (CDU). Sólo ha tenido que esperar ver pasar el cadáver de su enemigo ante su puerta. La CDU no tiene, en su política económica, un programa alternativo al propuesto por Schröder, salvo diferencias de estrategia, acentos y prioridades. Y los liberales del FDP y los Verdes, en coalición con el SPD, en el Gobierno podrán poner más énfasis unos en la promoción industrial y los otros en problemas de reciclaje.

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Pero en la gran cuestión están de acuerdo los cuatro partidos parlamentarios: ha llegado el fin del sistema económico alemán, el gran demiurgo que todo lo regulaba, legislaba, ordenaba y repartía con una generosidad que al pueblo alemán a partir del milagro económico nunca le pareció suficiente. Tres lustros después de la unificación el fenómeno quizás más llamativo de la fusión de dos sociedades crecidas en sistemas diversos es que han sumado sus defectos mientras siguen siendo diferentes. Los ciudadanos de la RDA tenían un demiurgo que les daba limosnas de supervivencia a cambio de su libertad y hoy esperan esto y mucho más de su nuevo Estado. Los alemanes occidentales, a través de sus inmensas redes formadas entre grupos de interés interconectados, siendo conscientes de que la situación es alarmante y requiere sacrificios, aplauden las reformas que les exigen a otros y bloquean todas las que a ellos afectan.

Es cierto que Alemania tiene hoy probablemente los líderes políticos más mediocres desde la fundación de la RFA en 1949. La política está tan desprestigiada que los jóvenes más brillantes buscan el éxito social fuera de la política, y en gran parte, fuera de sus fronteras. Las élites alemanas que obraron el primer milagro económico alemán a partir de 1871 y sobrevivieron a duras penas la derrota de la Primera Guerra Mundial, se extinguieron definitivamente durante el Tercer Reich, tanto por la huida de cerebros, en gran parte judíos, como por el desprestigio de la mayoría de los referentes sociales por su complicidad con el nazismo. Alemania es hoy un país con un número muy considerable de millonarios, una clase media con su estatus en deterioro continuo, una creciente clase media baja en franca precariedad y unas considerables bolsas de pobreza, sobre todo en el Este. La falta de esperanza, la resignación, se percibe hasta en los líderes de opinión. Hoy está claro que el SPD ganó a Helmut Kohl demasiado tarde. Que cuando socialdemócratas y verdes llegan al poder eran ya parte del orden anquilosado e incapaces de movilizar energías en la sociedad alemana para emprender los grandes cambios imprescindibles, para la economía, porque amenaza la bancarrota; para la política, porque Europa no se puede permitir que la nación más grande y poderosa sea un país paralizado por el pesimismo, con la clase política desprestigiada y por ello con unos ciudadanos propensos a asumir otros ideales que les den energía e ilusión. No estoy comparando la situación con Weimar, aunque hay quienes lo hacen. Alemania y Francia están en una situación en la que crece la tentación de que cada miembro de la UE se salve por su cuenta. Veremos qué pasa en el referéndum en Francia. Desde luego, un núcleo europeo franco-alemán exhausto y convulso no puede pretender ser directorio de nada por mucho que lo pretendan sus agónicos líderes actuales. Es difícil creer que, con la ágil reacción de convocar elecciones en otoño, Schröder pueda dividir hasta tal punto a la CDU en la pugna interna por el nombre del candidato a canciller como para ganar una tercera vez. Lo evidente es que el problema alemán no se soluciona con el relevo de un líder o partido. Hay voces que abogan en este momento clave para el futuro de Alemania por la Gran Coalición, con buenos precedentes. Pero muchos temen que, dada la resistencia social a los cambios que habría de imponer, podrían surgir movimientos antisistema realmente peligrosos. El problema radica en el estado de ánimo de la ciudadanía, esa maldición histórica, la ciclotimia alemana. Esto no resta responsabilidad a la clase política que a veces da tanta vergüenza como algún turista en Jerusalén.

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