Preguntas en tiempos de sombras
La filósofa Giovanna Borradori ha recogido dos conversaciones, con Jürgen Habermas y Jacques Derrida, respectivamente, en las que ambos reflexionan, pocos días después del 11 de septiembre de 2001, sobre el origen de aquella agresión y sus posibles consecuencias para los presupuestos de la cultura occidental. El 11 de marzo de 2004, que yo sepa, no ha sido discutido en España con idéntica profundidad sino lamentado puntualmente por escritores y poetas, a pesar de que ambos hechos fueran idénticos en fondo y forma. Es más, después de habernos lamentado, parece que se ha tendido un puente inseguro desde ayer a hoy, y la sangre, cuyo caudal es cada vez más copioso, pasa por debajo en las interminables guerras no declaradas de cada día.
En las conversaciones con Borradori, ambos filósofos, conscientes de hasta qué punto lo ocurrido modificará el futuro de Occidente, se preguntan, entre otras cuestiones, cuál debería ser, como respuesta responsable, la posición del artista, del pensamiento en general, del poeta, añado yo, ante un hecho que, por su atrocidad e implicaciones, afecta al mundo entero y no cesa de repetirse. Casi al mismo tiempo en que los tres conversaban, intelectuales norteamericanos, agrupados bajo el marbete "Not in our name", aun compadeciendo a las víctimas, le negaban a su Gobierno, que se autoconstituía en la voluntad de todo el país, el derecho a emprender, en nombre de todos, una guerra sin límites. Firmaron ese manifiesto más de 4.000 personas, entre ellas, Robert Altman, Angela Davis, Jane Fonda, Martin Luther King III, Adrienne Rich, Edward Said, Susan Sarandon, Gore Vidal, Noam Chomsky...
Pero antes del 11-S y del 11-M, habíamos tenido Auschwitz y, como consecuencia, las reacciones de Thomas Mann, Victor Klemperer, Imre Kertész, W. G. Sebald, también entre muchos otros. No somos alemanes, no somos americanos, no somos islamistas, pero ¿somos, los poetas y escritores españoles, intelectuales conscientes del suelo que pisamos, de la situación en que se vive hasta quién sabe cuándo? De lo que no cabe duda es de que somos seres humanos y estamos bien informados, porque la red, la prensa y la televisión introducen en nuestra sala de estar varias veces al día lo que el ser humano es capaz de hacerle a otros. Sobre nuestra calidad de ser humano, Hannah Arendt cree que el hecho de pertenecer a la humanidad tiene la terrible consecuencia de que cada uno de nosotros, cada individuo como cada pueblo, carga, de un modo u otro, con la responsabilidad de todas las atrocidades que se cometen. Y añadía: "Siempre me he sentido tentada de contestarles [a los alemanes que se avergonzaban de serlo después de Hitler], que yo me avergüenzo de ser un ser humano".
Por tanto, si en todo o en parte aceptamos esta realidad -y si no la aceptamos en nada cambia nuestra situación-; si han desaparecido las circunstancias que dieron lugar a la poesía social y aquellas fórmulas ya no sirven; si, además, la margarita del me quiere o no me quiere está deshojada y mustia y no sabemos cuál será el futuro de los ideales que nacieron de la Ilustración, ni del romanticismo, ni de las vanguardias que no pudieron prever las consecuencias de su propio tiempo, ¿cómo debemos escribir ahora? ¿Hacia dónde dirigir nuestro pensamiento para encontrar honradas formas de expresión? ¿Cuál es el camino que deberíamos seguir?
¿Tenemos hoy experiencias
y maestros que nos orienten en cuanto a nuestra propia identidad histórica presente? No creo que estemos en situación de reconocerlos porque, en gran parte, la poesía actual hunde sus raíces en un tiempo sin mitos, y por tanto es suave, elusiva y cómoda, dedicada a sus jardines privados aunque, con frecuencia, se proclame lo contrario. Si Edipo, por citar un ejemplo, encarna el mito de la búsqueda de la identidad, ¿cuál podría ser el que ilumine nuestra propia turbación, nos haga hijos de un pasado que, en general, fue digno (me refiero a los años anteriores a la dictadura y a determinados nombres dentro de ella) y permita que el futuro no se avergüence de nosotros, intelectuales de un tiempo difícil, aunque nuestra mayor dificultad sea la de poder estar, sin sonrojo, de parte de alguno de los poderes que se nos proponen? ¿Y por qué hemos de estar del lado de ningún poder renunciando con ello a nuestro derecho a disentir libremente y expresarlo?
No podemos abandonarnos al subterfugio de llamar experiencia a lo recientemente vivido o conocido, como si a esa terrible información bastara con añadirle salpicaduras emotivas. La simple experiencia sólo supone sentir, conocer algo, tal vez anecdótico, referido a una práctica prolongada que proporciona información e incluso podría ser sinónimo del vulgar "gramática parda". Y es que lo que solemos llamar experiencia ni se hereda ni se transmite en un sentido esencial sino escolar a no ser que esa experiencia se haya diluido en la profundidad de la memoria personal o colectiva, espacio en que se asienta lo vivido por nosotros o nuestros antepasados; me refiero a lo que podamos llamar alma y nos lleve desde el pasado al futuro para establecer un diálogo con los propios mitos y fije así los fundamentos de la persona que nos estamos haciendo ahora y seremos para siempre en nuestras palabras escritas. Rollo May, que ha trabajado sobre la influencia de los modelos culturales en el mundo actual, afirma que la memoria depende básicamente del mito y que "un mito da sentido a un mundo que no lo tiene". Y nuestro mundo parece no tener sentido.
May ilustra su teoría, con un estudio, entre otros, del mito de Fausto, representado en el poder sin límites -que tan bien conocemos-, en las obras de Marlowe, Goethe y Thomas Mann, según la sociedad en que vivió cada uno de ellos. Mann, casado con una judía y emigrado, busca desesperadamente un mito que le dé cierto sentido "a la larga historia de la destrucción de la humanidad" y parece hallarlo en Fausto entendiendo que, en nuestro siglo lo encarnó la Alemania nazi. Y reconoce que la culpa estuvo no tanto en los individuos que soportaron todo aquello sin chistar como en la nación que representó el mal fáustico de todas las naciones occidentales. Mann, como Kertész y Klemperer, han respondido, cada uno desde sus propias cuartillas, a los mitos negativos de su tiempo para mostrar el verdadero rostro del que hemos heredado. Un joven escritor español argumentaba hace poco que si para ser o parecer solidario había que pertenecer a una ONG, ignorando que Auschwitz, 11-S y 11-M nos habían ocurrido a todos. Ignorar esto o frivolizarlo sería el peor de los males porque renunciando a nuestra responsabilidad negaríamos al futuro la posibilidad de tener modelos tal como nosotros podemos tener ahora.
Éste sería un duro trabajo
mal retribuido que nos obligaría a meter las manos en determinada basura: es sabido que Mann estuvo muy enfermo mientras resolvía su versión de Fausto, que Klemperer sufrió un calvario en Dresde escribiendo sus testimonios y también las condiciones durísimas en que fue recogiendo sus anotaciones sobre la lengua del tercer imperio, como manifestación de una dictadura que obliga a las palabras a significar lo que realmente no significan. Recientemente, un político y además actor famoso, abusando de palabras de San Mateo, propone sus ideas y las de su partido como programa y remedio universal y, probablemente, eterno: "Nosotros somos todavía la luz del mundo", dice. Me gustaría saber si espera que ese mundo, como un enorme girasol, vuelva hacia él un manso rostro.
Con estas preguntas que recogen mis temores personales, sólo deseo llamar la atención de los que seamos cuidadores de palabras. El poder mentiroso, desde Humpty Dumpty, las utiliza como forma de torcer las conciencias para que digan lo que no dicen, y por eso me permito recordar que la palabra, y menos la poética, no puede usarse como arma. Según un mito dogon, la que llaman palabra húmeda germina como principio de la vida y de la luz, y en nuestra cultura, la razón, la inteligencia y el sentido del ser sólo se muestran en la palabra. Y la palabra poética llega mucho más lejos que nuestras propias vidas.
Julia Uceda obtuvo el Premio Nacional de Poesía 2003 por En el viento, hacia el mar (Fundación José Manuel Lara).
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