Un paisaje posnatural
Quien conozca la singular y brillante trayectoria del galerista sevillano Pepe Cobo ha de celebrar su retorno a Madrid con un espacio nuevo, que, además, es uno de los mejores de su clase en esta ciudad. Lo es por su sobria versatilidad y elegancia, pero, sobre todo, porque seguramente su programación nos garantizará un criterio del que precisamente, por un motivo o por otro, no estamos sobrados en nuestro, por lo demás, entusiasta país. La exposición que da pie al presente comentario, dedicada al artista estadounidense Glen Rubsamen (Hollywood, California, 1959), así lo acredita, como también lo hizo la anterior, la inaugural, del sevillano Gonzalo Puch, una secuencia que garantiza la voluntad de trabajar en una línea simultáneamente local e internacional. Formado artísticamente en su California natal, Rubsamen, que reside entre Nueva York y Colonia, porta la huella característica del pop de la Costa Oeste, un poco a la manera, para entendernos, de Ed Ruscha. Como éste, presta una atención preferente a la pintura de un paisaje hibridado entre lo natural y la acción del hombre que lo altera y modifica, así como también emplea una parecida gama cromática ácida, que simula la calidad de la impresión fotomecánica. La diferencia de generación y de personalidad entre ambos tiene, no obstante, un peso específico diferenciador, que convierte la obra de Rubsamen en un producto más, si cabe, lacónico, frío y controlado, que casi borran los elementos pop y conceptuales tan llamativamente explícitos en Ruscha.
GLEN RUBSAMEN
Galería Pepe Cobo
Fortuny, 39. Madrid
Hasta el 25 de junio
Todo, en efecto, es más im-
plícito e introvertido en las imágenes descarnadas de Rubsamen, que no en balde habla de su pintura como un paisaje "posnatural", el formado por una conjugación entre desnudos elementos verticales naturales y artificiales, como palmeras y farolas, cactus y semáforos o cámaras de televisión. Eligiendo un punto de vista de abajo arriba, estos elementos verticales hienden a contraluz un amplio horizonte celeste, generando con ello como un patético dinamismo vertical, a la vez que nos producen una sensación de figuras espectrales, como lanzas, garfios y hasta invertidas escobas que se elevan en solitario ante una inmensa pantalla satinada de luminosidad crepuscular. Este prototipo icónico así tratado transpira como un aire de romántica elegía sobre el fin de la naturaleza, pero haciendo que este sentimiento pierda su sentido teatral, algo que Rubsamen logra precisamente por sus muy cuidados encuadres formalistas, por su paradójico tratamiento esteticista de una catástrofe que por eso mismo deja ya de serlo y se transforma en una suerte de sordo ronroneo visual o televisual, cual si fuese como un objetivo de una cámara que enfocara al espacio vacío, a un desierto habitado, al despojado orden de los cachivaches industriales que se convierten en ruina arqueológica con tan sólo mirar hacia el infinito espacio celeste que nos cobija con soberana indiferencia.
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