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Columna
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Los Manueles

La memoria es un género de ficción que juega con los datos biográficos para crear sus propias realidades. Toda verdad literaria esconde una falta de respeto a la realidad anecdótica. Los datos biográficos se convierten en el naipe escondido en la manga de la imaginación. Cuando me enteré de que habían cerrado Los Manueles, uno de los restaurantes tradicionales de Granada, supuse que la ola nostálgica me iba a devolver al recuerdo de mi abuelo Adolfo, o a la lluvia de algunas cenas divertidas con croquetas, huevos con jamón y amigos íntimos. Era el único sitio de la ciudad en el que me llamaban don Luis, un tratamiento que heredé de mi abuelo don Adolfo, en cuanto encendí mi primer cigarro y pasé del refresco a la cerveza. Ahora me he quedado sin don y soy un poco más viejo, un poco menos granadino de toda la vida, y compruebo una vez más que el tiempo es una falta de respeto y que las ciudades que nos hacen están condenadas a deshacerse para dejarnos solos. La existencia y la realidad acaban siempre como un negocio con pérdidas, como una ficción de carne y hueso que va borrando las casas, las librerías, los amigos y los bares de la esquina. Pero la memoria resulta imprevisible, la nostalgia tiene contestaciones de alumna indisciplinada, y el cierre de Los Manueles me ha llevado a recordar a Enrique Villar Yebra, don Enrique, un personaje con el que coincidieron muchas veces mi soledad y mi silencio, en la otra punta de la barra, a deshora y delante de una cena para andar por casa. En los bares de toda la vida se piden cenas para andar por casa.

Villar Yebra iba adelgazando, estilizándose como una de sus viñe-tas en tinta china. Estuvo a punto de desaparecer en vida sin necesidad de morirse. Dibujante, escritor de estampas granadinas, ilustrador en su juventud de novelas del oeste y de folletines amorosos, le gustaba trazar con mucha picardía las curvas de las faldas, y se quejaba de que su cuerpo no estuviese a la altura de su imaginación. Ni los cuerpos ni las ciudades están nunca a la altura de los recuerdos. Pasó su vejez entre Los Manueles y las bibliotecas públicas. Cuando la biblioteca del Centro Artístico cedió sus fondos a la Biblioteca del Salón, las mañanas y las tardes de Villar Yebra formaron parte del traslado como un volumen más, tal vez como un libro de bolsillo. Al morir, don Enrique dejó su fantasma frágil y amable a Los Manueles, y todas sus demás pertenencias, piso incluido, a la Biblioteca del Salón. La herencia de este mecenas granadino vive en buen lugar, porque la biblioteca sigue funcionando, pese a las vicisitudes que ha sufrido desde que Fernando de los Ríos, en tiempos de la República, decidiera consagrar a la instrucción civil el salón de baile del Casino. Pero no sé dónde habrá ido a parar el fantasma de don Enrique. Quizás lo haya invitado a su casa alguno de los camareros despedidos, o quizás haya preferido quedarse en el edificio, para vagar por las habitaciones del gran comercio que se va a abrir sobre la memoria de nuestro restaurante. Los muertos se adaptan mejor que los vivos a las novedades. Cualquier cajera descuidada puede sentir de pronto un pellizco invisible. Cuando yo me disculpe y prometa que no he sido, tal vez la cajera me tranquilice y me responda: ya lo sé, don Luis.

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