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La audacia de Zapatero

José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno español, es un patriota sin ser nacionalista. A algunos, la palabra patriota nos inspira recelos, pues al patriotismo hay que cuidarlo mucho para que no cruce la orilla que le separa del nacionalismo. Creo innecesaria una divagación tendente a demostrar una realidad tan notoria.

Llevado de su patriotismo, el señor Zapatero está realizando una política muy audaz, pero le comprendo. El momento es crítico y hay que jugársela a cara y cruz. Una victoria del aznarismo daría al traste con este país. Aznar es otro patriota, pero de los que cruzan la línea divisoria. Un retorno al nacionalcatolicismo, que se sostendría a duras penas el tiempo suficiente para que las tensiones destruyeran lo que con tanto ahínco se querría preservar. Ante tal disyuntiva, Zapatero ha optado por jugarse el tipo. La suya es una audacia obligada y, por supuesto, impuesta por las urnas.

Hay que hacer peligrosos juegos malabares, habida cuenta, además, de que el adversario tiene múltiples caras. La eclesiástica, fiel aliada de la España eterna (si no es al revés) era más que profetizable. Los precios, la deslocalización, la escasa productividad, el previsible fracaso de la ley contra la violencia de género y un sólido etc. En su mayor parte, factores heredados y otros aportados por la fatalidad, que también interviene en este juego, si bien no tanto como creía Voltaire.

Con todo, el adversario más recalcitrante y contumaz de Zapatero lo tiene éste metido en casa. Una zarabanda de socios de tan escaso calibre político que resquebraja la piedra. Son ellos inquilinos de la pura inopia, hasta el punto que parecen querer que gane Aznar con o sin el rostro de Rajoy. Millones de votantes estaban y siguen estando hartos del victimismo reiterado y a menudo insultante de Pujol, pero llega Maragall revestido de intelectualismo y remacha el clavo: por ejemplo, cuando afirma para que lo oigamos todos algo así como que Cataluña no puede dar de comer eternamente a ciertas autonomías que se dedican a la siesta. Otro, proclama por televisión el independentismo de su partido, mientras un tercero dice desdeñosamente que quieren irse de España porque quién quiere vivir en un país así. Al parecer, la impaciencia les consume con tales chorros de fuego, que no pueden esperar. Han estado rumiando su resentimiento desde los Reyes Católicos y cuando por fin les llega el turno, siembran la alarma en un año y amenazan, inconscientes, en convertirla en pánico antes de dos. No pueden ir paso a paso, llevando a cabo una labor discreta de sedación de un electorado dispuesto a tragar mayoritariamente lo que Zapatero diga, si éste no se ve empujado a decir y a hacer tanto que la gente se le divorcie o que él mismo envíe a hacer puñetas a sus socios y convoque elecciones, con resultado incierto y de olla a presión.

No se han leído a Maquiavelo, no saben nada de la opinión pública, del poder de la misma y de cómo tratarla, que a la postre "es maleable y fácil de engañar", según enseñó el genial florentino. Llegado a este punto quiero aclarar, por si confusión hubiera, que estoy hablando de mera política cotidiana (de ahí la cita de Maquiavelo), no de qué parte se inclina la razón en este conflicto histórico; si bien cuando dos riñen, nunca la justicia cae de una sola parte. Nadie es inocente.

Por lo demás, aparte de ponerle zancadillas a Zapatero, ¿qué quieren estos Maquiavelos calvos, psicólogos de cafetín? "Si la financiación de la Generalitat se generaliza, el Ejecutivo central desaparece". Pues eso es lo que al parecer quieren, señor Sevilla. Eso pueden querer, en las huellas de Artur Mas. Y que se generalice el sistema, resultando en una confederación en la que esperan ser hegemónicos, que "hasta ahí llegó la jamás vista locura de Don Quijote". El Estado fantasma, que siempre terminó a palos y por eso es una fórmula pasada a mejor vida. Seríamos el hazmerreír, amén del quebradero de cabeza de Europa.

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Por lo pronto, Maragall y su tropa piden, a más de la "expulsión del Estado" en Cataluña (PSOE dixit) las escasas competencias que le quedan al muy marrido Gobierno central. Por ejemplo, todas las que conciernen al medio ambiente. Incalificable insensatez que ningún gobierno en su sano juicio permitiría. Pero ¡ah! el poder cercano (puesto en solfa también por Dahrendorf). Lluevan edificaciones en los montes, llénense de carreteras los parques, que aquí mandamos nosotros y nadie mete aquí las narices y le pone freno a nuestro clientelismo.

De paso que nos den también el poder aduanero. Puertos y aeropuertos, puertas de entrada y de salida. Sin que haya un solo ojo estatal vigilante. ¿Narcos? ¿Mafias? Podemos hacerlo mejor que la Policía Nacional y que la Guardia Civil. Claro que multiplicar las puertas y su vigilancia equivale a facilitarle la labor a la delincuencia nacional y más aún a la internacional, que tiene contactos; y si la entrada se pone fea por aquí, habrá que buscar más benevolencia por allá. La cercanía al poder tiene eso.

En suma. No hay Estado federal que no se reserve unos poderes básicos: Defensa, moneda, política exterior, sobre todo. Moneda no tenemos, el ejército estará en manos de Europa, si Europa no se disuelve; lo mismo vale para la política exterior. La fiscalidad está en el alero, el poder sobre el territorio, también. Y se habla de meter las narices en la caja única de la Seguridad Social. ¿Cómo saldrá del embrollo un hombre de buena voluntad, un espíritu moderno que propugna la idea de mirar al futuro y no volver la vista atrás? "Las naciones que olvidan su historia están condenados a repetirla", dijo Ortega. ¿Y las que no la olvidan? ¿No andarán siempre a tortazos? Pero siga el tripartito recordando en voz alta. Es el momento ideal. Pero momento. Me temo. Y me pregunto, sin frío ni calor, por qué andar al paso de dos legislaturas no les parece más sensato que arriesgar la casa por un orgasmo. La respuesta no es la presión interna de CiU. La demostración está implícita en este artículo. Sin necesidad de una exhibición de talento, que más quisiera uno.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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