Gente corriente
Un fin de semana cualquiera, un verano, pongamos que el de 1998, en una pequeña ciudad de Irlanda del Norte. La gente va de compras al centro, hay por ahí un autobús de viajeros, incluso algunos niños españoles que están en un programa de intercambio. A algunos les hemos ido viendo en las secuencias de apertura del filme, gente normal haciendo su vida normal: ciudadanos de un país europeo. Y de repente, la devastación: un atentado con coche bomba que lleva la firma del IRA Auténtico, en rebeldía contra los acuerdos del Viernes Santo, y de cuya lenta, laboriosa preparación hemos sido también testigos.
Esta secuencia, de ejemplar realización, es el gozne que separa la vida de la muerte, la desesperanza de la ilusión, el dolor de la cotidianidad. Ésta, y las que siguen: el deambular angustioso del padre de una de las víctimas por los lugares a los que han llevado a muertos y heridos, la angustia de la espera, el horror de la pérdida. Y a partir de ahí, la lucha, primero en soledad, luego en compañía de otros, para esclarecer la verdad de lo que pasó y para pedir el castigo a los responsables... sin mayores resultados.
OMAGH
Dirección: Pete Travis. Intérpretes: Gerald McSorley, Michèle Forbes, Brenda Fricker. Género: drama, Irlanda, 2004. Duración: 106 minutos.
Hay tal vez sólo una manera de ver un filme como Omagh, y ésta es la de valorar su utilidad por mostrar, con la crudeza, la decisión y la frontalidad con que tanto nos gustaría que también lo hiciera el cine español con nuestros muertos por el terrorismo, las consecuencias de un atentado. Esa reconstrucción, casi documental y tan alejada de tantos otros atentados que hemos visto en el cine (y por supuesto, infinitamente más efectiva), vale por toda una película que tiene, además, la astucia y la inteligencia de dejar de lado toda la discusión sobre las causas y las razones del terrorismo y de la lucha contra él para centrarse, como siempre en el cine anglosajón, en un héroe anónimo y sobrepasado por el destino, condición ejemplarmente clara para lograr la adhesión del espectador.
Claro que se le podrían pedir al filme muchas otras cosas; pero desde luego, la utilidad de su denuncia tal vez no sería la misma; ni la empatía del espectador con sus imágenes; ni la profunda, tremenda repugnancia y el horrendo regusto amargo que nos queda cuando se encienden las luces y debemos salir de la sala con toda la indignación a cuestas.
Babelia
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